Los Hijos del Diablo

I. Dios y sus hijos

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I. Dios y sus hijos

 

Es necesario establecer un punto de partida para exponer acerca de Dios, de quien sabemos lo que Él mismo ha revelado, y que solamente podremos conocer cuando vayamos por el camino que para ello  ha establecido.

 

Tal revelación tiene una razón, dirección y objetivo precisos, que trascienden lo racional: el amor de Dios para nosotros.

 

“... un amor que será nuestro asombro siempre aquí abajo, porque rebasa en absoluto todo lo que podríamos concebir y cuyo fondo no llegaremos a alcanzar jamás. Para conocer el fondo del amor de Dios por nosotros sería necesario ser Dios. Y los efectos de ese amor son para nosotros desconcertantes, como sorpresas, precisamente porque no podemos comprender su fuente, el manantial de que brotan”. (Charlas acerca de la Gracia. Respuesta de la Teología al misterio de la Gracia. Charles Journet. Patmos. Ediciones Rialp. S.A. Madrid. 1979. Pp. 13-14).

 

A este respecto san Juan Damasceno declara:

 

“...lo divino es infinito e incomprensible y lo único que podemos comprender es su infinidad y su incomprensibilidad. Todo lo que decimos de Dios en términos positivos declara, no su naturaleza, sino lo que rodea a su naturaleza. Dios no es nada de los seres, no porque no sea ser, sino porque está por encima de todos los seres, por encima del ser mismo. En efecto, ser y ser conocido son del mismo orden. Lo que está por encima de todo conocimiento está también absolutamente por encima de toda esencia; y recíprocamente, lo que está por encima de la esencia está por encima del conocimiento” (De fide ortodoxa, I, 4, P.G., t.  94, col. 800AB. Citado por Vladimir Lossky en Teología Mística de la Iglesia de Oriente. Herder. Barcelona. 1982, Pp. 28).

 

Acercarse al conocimiento de Dios implica cumplir con el mandato de Cristo, que establece: “Sed perfectos como vuestro padres celestial es perfecto” (Mt, 5, 48), para vivir la vida eterna, que consiste en conocer al Padre y a Cristo (Jn. 17, 3), lo cual ha de empezar con la negación de sí mismos, ya que Cristo enseña que el que quiera venir en pos de Él, esto es poseerlo, debe negarse a sí mismo, cargar su cruz de cada día y seguirlo (Mt. 16, 24; Mc. 8, 34; Lc. 9, 23).

 

Ello significa que el modo correcto y perfecto de acercarse a Dios para conocerlo, es a través de la manera que Él quiere que lo hagamos, con la vida; hacerlo con la negación total de sí mismos por Cristo, con Cristo, en Cristo y para Cristo (Jn. 14, 6); no por el camino de las operaciones intelectuales, las cuales sólo deben servir a la voluntad como impulso para determinarse a poseerlo mediante la negación de sí mismo, para posteriormente avanzar con la compunción del corazón, el ejercicio de la oración, la virtud y una vida en los sacramentos, al estado de negación de sí mismo que produzca aquel vacío que es irresistible para Dios, para que haga en nosotros su morada (Jn, 14, 21-22).

 

Con  ello posteriormente es posible dar noticia de este conocimiento  y hacer públicos los frutos de esta vida íntima con Dios.

 

Advertido lo anterior, recordemos que Dios es amor, todo poderoso, toda justicia, toda verdad, es el que Es (Ex. 3, 14), fuera de Él nada existe y sin Él nada tiene ser.

 

“Dios es el Infinito,  el Absoluto. Posee en grado de intensidad infinita el ser, la inteligencia, el amor, la belleza. No decimos que tiene el ser, la inteligencia, el amor; decimos más bien que es el Ser mismo, la Inteligencia misma, el amor y la belleza mismos. Reside en Sí mismo; no carece absolutamente de nada”. (Charles Journet. Op. Cit. P. 14).

 

 

Dios es tres divinas personas, y decidió hacerse hombre, en Cristo, a través de un decreto eterno, único, simplicísimo, que contiene las características del verdadero hombre, su Hijo, cabeza de muchos hermanos; del universo y todo el plan de la creación, que estableció en la Santísima Virgen María. Ella es el original del total de su decreto, y por ello, de su obra inscrita en la esencia misma de su constitución hecha de virginidad, la cual es el contratipo, esto es, la expresión en creatura, de sus decretos contenidos en una persona.

 

Todo esto lo hizo por amor; por superabundancia, por puro deseo de comunicarse desinteresadamente, en y para Cristo (Col. 1, 13-18), ya que nada le falta y todo lo hizo por medio de María, el original de tal decreto como fuente para su amor.

 

“En realidad, en Dios no hay más que un solo decreto formal, establecido desde toda la eternidad y expresado por Él, al principio de los tiempos, con una palabra: Fiat! ¡Hágase! El objeto total de este decreto único y eterno es el orden presente en toda su extensión, es decir, con todas las cosas que, fuera de Dios, de cualquier modo, han sido, son y serán. Este orden presente, histórico fue escogido ab eterno por Dios...”  “...Dios, acto purísimo y, por eso mismo, ser simplicísimo, con un solo y eterno acto se ama a sí mismo (necesariamente) y a todas las otras cosas (libremente). Sólo a estas otras cosas, queridas por Él libremente, se refiere su decreto. Queriendo pues, con un solo acto la existencia de las cosas  que están fuera de Él, se sigue que con un solo decreto formal establece su eterno querer...” “... aunque Dios, con un único, eterno y simplicísimo acto de su voluntad, con un único eterno decreto formal, había predestinado a Cristo, María, los ángeles y los hombres, todavía en aquel único, eterno e indivisible acto distinguimos virtualmente el decreto con que ha predestinado a Cristo y a María del decreto con que ha predestinado a los ángeles y a los hombres. Decimos pues, que no hay dos decretos virtuales, uno de los cuales se refiere al Verbo encarnado y otro a su Madre santísima, María. ¡No! Con su idéntico decreto, aunque no de la misma manera (“non ex aequo”), Dios ha predestinado a Cristo y a María. Ambos, pues, en virtud de este único decreto que los predestinaba, están indisolublemente unidos ab eterno por la misma mano de Dios...” “De ellos puede repetirse lo que fue dicho de Adán y Eva: “Ni el hombre sin la mujer, ni la mujer sin el hombre” (1 Cor. 11, 11). Ni Jesús sin María, ni María sin Jesús”. (La Virgen María. Antonio Royo Marín. BAC. Madrid. 1977. Pp. 56-57).

 

El fundamento de esta interpretación, se encuentra al establecer la relación lógica, natural de lo que se revela en el capítulo 1 del libro del Génesis, versículos 1 y 3-4 con el capítulo 12 del Apocalipsis, versos 1 al 9, que presenta una continuidad de acontecimientos ocurridos en la creación, y que no se contraponen con la razón,   la economía de la Gracia, ni la expresión del amor de Dios para nosotros, conforme a las metodologías interpretativas que nos han legado los padres y doctores de la Iglesia, de tal manera que dicha continuidad puede narrarse de la siguiente manera:

 

“En el principio Dios creo los cielos y la tierra” ...”Dijo Dios: “Haya Luz” y hubo luz (Gn. 1, 1); “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz. Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas  siete diademas. Su cola arrastra  la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El Dragón se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz para devorar a su hijo en cuanto lo diera a luz. La mujer dio a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro, y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó hacia el desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser alimentada mil doscientos días. Entonces se entabló una batalla  en el cielo. Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón. También el dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo lugar ya en el cielo para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él” (Apoc. 12, 1-9); Vió Dios que la Luz estaba bien y apartó Dios la luz de la oscuridad” (Gn. 1, 3-4).

 

Estos hechos se relacionan especialmente porque Dios revela que lo que se escribe en el libro del Apocalipsis, que se presentó ante el Apóstol San Juan a través de visiones, es acerca de “lo que ya es y lo que va a suceder más tarde...” (Apoc. 1, 19).

 

Al referirnos a las primeras creaturas hechas por Dios, ya desde los primeros siglos del cristianismo varios padres de la Iglesia, como San Agustín, establecieron un criterio para señalar que los ángeles fueron creados el primer día. Cuando Dios ordenó que se creara la luz, vinieron a la existencia los seres que son de luz, inteligencias puras, esto es, los ángeles, y no solamente la luz natural. Enseguida confirmó que la luz era buena y separó de esta a la oscuridad, de la cual no manifestó que fuera buena.

 

Esta confirmación de la bondad de la luz que antecede a la separación de la oscuridad, adquiere su explicación, en el capítulo 12 del Apocalipsis, cuando Dios expone una señal en el cielo a las creaturas que estaban en el cielo, una verdadera señal para ellos, de hechos que han de acontecer, centrados en una mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies y que está lista para dar a luz un hijo el cual ha de regir toda la creación.

 

Por el tiempo en que ocurre la visión para el Apóstol San Juan, la señal ha tenido ya su cumplimiento en dos partes, la relativa al acto por el que Dios dio a conocer a los ángeles el misterio de su encarnación (I Tim, 3, 16), --por el cual todos los ángeles fueron creados para servir a Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre y que en eso constituyó su prueba para la visión beatífica--; la aparición del diablo en la creación y su acción respecto de los ángeles y su expulsión del cielo por San Miguel Arcángel, así como al nacimiento de Cristo, la redención y su ascensión hasta el trono de Dios, quedando pendiente por desarrollarse la parte relativa al cuerpo místico de Cristo en la tierra, hasta la Jerusalén Celeste y el reinado eterno de Cristo.

 

En esta revelación --que ocurrió primero a la vista de los ángeles y luego por su narración para el conocimiento de los hombres--, se contiene el decreto de todo lo que vendría a constituirse como hijo de Dios, ya que si Dios se hace hombre en, con, para, y por María, y todos los decretos de Dios por este hecho se encierran en esta singular mujer,  viene el acto de las creaturas de hacerse hijos de Dios por su propia voluntad, ayudadas por la gracia, aceptando el decreto de Dios que les presenta a esta mujer revestida de sol y lista para dar a luz al Hijo de Dios, con lo cual, al aceptar esta voluntad, tanto ángeles como hombres se convierten al mismo tiempo en hijos de María.

 

Dios presenta en esta señal, a la creatura perfectamente obediente y conforme con su voluntad, a la que deben asemejarse todos aquellos que quieran configurarse con Cristo; con ese varón que ha de nacer, y salir de María con la perfecta imagen del Dios hecho Hombre, porque siendo creaturas, Él dispuso este perfecto modo de asemejarse a su Hijo, para poder entregarles su infinitud sin medida.

 

Así, los espectadores de esta señal –primero los ángeles en el cielo y luego los hombres en la tierra-- debían establecer una relación con la mujer y con su hijo: hacerse hijos de Dios, haciéndose hijos de esta mujer por cuyo medio se da Dios a la creatura, cada uno según su naturaleza, o rechazarlo.

 

Para el caso del hombre, Dios sabía que iba a caer en el pecado, y determinó, al mismo tiempo de planearlo todo, de crearlo todo, redimir a su creatura con una acción por sobremanera superior a la misma creación, por su amor eterno (Jn. 3, 16).

 

Aclara el Catecismo Oficial de la Iglesia Católica:

 

“410 Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (Cfr. Gn. 3, 9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (Cfr. Gn. 3, 15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado "Protoevangelio", por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.

 

411 La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del "nuevo Adán" (Cfr. 1 Co. 15, 21-22. 45) que, por su "obediencia hasta la muerte en la Cruz" (Flp. 2, 8) repara con sobreabundancia la descendencia de Adán (Cfr. Rm. 5, 19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el "protoevangelio" la madre de Cristo, María, como "nueva Eva". Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (Cfr. Pío IX: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (Cfr. Cc. de Trento: DS 1573).

 

412 Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno responde: "La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio" (serm. 73,4). Y S. Tomás de Aquino: "Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo: `Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia' (Rm. 5, 20). Y el canto del Exultet: `¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!'" (s.th. 3,1,3, ad 3).”

 

Este decreto lo selló con la misma virginidad de María, de la que se gestó y vino al mundo Cristo Redentor, fuente eterna de la virginidad, que radica en grado perfecto en Él, de modo increado, por ser imagen del creador (Jn. 14, 9-10), por lo que María participa de y en la redención desde la eternidad y por eso Dios la hizo, en cuanto creatura, de la virginidad misma de Cristo; en la creación del mundo y hasta la consumación total de todos los planes de Dios, como fuente predestinada para ello (Gn. 3, 15; Apoc. 12).

 

María Santísima fue redimida en cuanto que forma parte del género humano, por los méritos anticipados de la redención de Cristo, pero sin que en algún momento tuviera pecado. La redención aplica en ella para estar exenta de pecado y llena de gracia, por el acto de su predestinación a ser Madre de Cristo. En este acto de ser madre de la redención, tiene la redención como madre de la misma, fuente sellada por la misión de Cristo.

 

Tal oficio  – de co-creadora y de corredentora-- se estableció eternamente y fue expresado en el principio, cuando Dios dijo:

 

“...No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda proporcionada a él..., y de la costilla que del hombre tomara, formó Dios a la mujer, y se la presentó al hombre” (Gn. 2, 18 y 22).

 

Si creemos que Adán era figura de Cristo, entonces, como sostiene la Iglesia, Eva era figura de María. Adán fue creado primero, en orden a la dignidad de aquél de quien era figura, Cristo, a quien todo se orientaba; Eva fue sacada de la costilla de Adán, porque María es el cofre que guarda la vida de Cristo en este mundo, tal cual la costilla protege los órganos vitales del hombre.

 

De esta manera, la verdadera ayuda del Hombre Dios, es María, quien de modo perfecto cumplió con  ayudar a Cristo, Verdadero y perfecto Hombre, que al mismo tiempo es Dios en una misma persona, al cooperar con el Espíritu Santo, para que se encarnara en sus entrañas virginales, al traerlo a este mundo, al  emparentarse con ello con la Santísima Trinidad, con el orden hipostático de Cristo y con su participación en la redención.

 

Dios no hizo a la mujer de barro, como a Adán, sino que ya existiendo Adán, con carne y espíritu, y estando en gracia, la sacó de su carne, tal cual Dios sacó al hombre de la imagen de su Hijo.

 

Siendo María la depositaria de todo decreto de la creación y de la redención, cofre de toda su gracia, resulta que todos los atributos de María para ser madre de Dios, Él los sacó de su Hijo, por lo que la única mujer que verdaderamente es ayuda del hombre, desde su cabeza que es Cristo, hasta todo hombre, es María.

 

Las palabras de Dios al hacer a la mujer de la carne y los huesos del hombre, y establecerla como “ayuda proporcionada”, se referían en toda su dimensión, a María, en quien estaban puestos sus ojos (Lc. 1, 48) para que le ayudara siendo su madre, quien  por ello en todo momento resulta bienaventurada por todas las generaciones y bienaventurada por cumplir siempre la voluntad de Dios, por lo cual es verdadera madre de Dios (Lc. 8, 21).

 

Tales oficios se ven consumados a la perfección en la visión que aparece en el cielo, donde se presenta como verdadera madre de Dios (Apoc. 12).

 

Es necesario resaltar que María, desde el punto de vista operativo, no tiene la redención como la tenemos todos los demás seres humanos, que somos hijos de la redención que ella nos trajo y que fue consumada por Cristo.  Esto es, que inmersos en el pecado, por el bautismo participamos de la salvación de Cristo y por el sacramento de la penitencia cada vez que hemos pecado somos restituidos en el estado de gracia. A esto se refieren los padres antiguos cuando dicen que María fue la primera redimida por Cristo y que ella tiene la perfecta redención, ya que es madre de la misma, constituida de la esencia que da origen a la redención, predestinada a ser madre de Dios

 

La predestinación debe entenderse como “el plan de la transmisión de la creatura racional al fin de la vida eterna, preexistente en la mente divina”, por lo que María fue predestinada  desde toda la eternidad para ser la Madre del Verbo Encarnado, ya que nada sucede ni puede suceder que no haya sido previsto o predestinado por Dios. La ocurrencia del hecho de que María es Madre del Verbo Encarnado, es prueba inefable de que fue predestinada para ello desde toda la eternidad. (Antonio Royo Marín. Op. Cit. P. 56)

 

484 La anunciación a María inaugura la plenitud de "los tiempos"(Gal. 4, 4), es decir el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará "corporalmente la plenitud de la divinidad" (Col. 2, 9). La respuesta divina a su "¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?" (Lc. 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti" (Lc. 1, 35).

 

485 La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo (Cfr. Jn. 16, 14-15). El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es "el Señor que da la vida", haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.

 

486 El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es "Cristo", es decir, el ungido por el Espíritu Santo (Cfr. Mt. 1, 20; Lc. 1, 35), desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores (Cfr. Lc. 2, 8-20), a los magos (Cfr. Mt. 2, 1-12), a Juan Bautista (Cfr. Jn. 1,  31-34), a los discípulos (Cfr. Jn. 2, 11). Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará "cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hech. 10, 38).

 

488 "Dios envió a su Hijo" (Ga 4, 4), pero para "formarle un cuerpo" (Cfr. Hb. 10, 5) quiso la libre cooperación de una creatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a "una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María" (Lc. 1, 26-27):

El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; Cfr. 61).

 

489 A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por la misión de algunas santas mujeres. Al principio de todo está Eva: a pesar de su desobediencia, recibe la promesa de una descendencia que será vencedora del Maligno (Cfr. Gn. 3, 15) y la de ser la Madre de todos los vivientes (Cfr. Gn. 3, 20). En virtud de esta promesa, Sara concibe un hijo a pesar de su edad avanzada (Cfr. Gn. 18, 10-14; 21,1-2). Contra toda expectativa humana, Dios escoge lo que era tenido por impotente y débil (Cfr. 1 Co. 1, 27) para mostrar la fidelidad a su promesa: Ana, la madre de Samuel (Cfr. 1 S 1), Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres. María "sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación" (LG 55)”.

 

Lo mismo aplica para el cumplimiento del plan redentor de Dios, por el cual Cristo vino al mundo a redimir al hombre del pecado, por lo que la finalidad de ser Madre del Verbo Encarnado es la de que este ha de redimir al hombre, de donde se concluye que María es Madre de la Redención y fue predestinada para ello desde toda la eternidad.

 

“490 Para ser la Madre del Salvador, María fue "dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante" (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como "llena de gracia" (Lc. 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios.

 

491 A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María "llena de gracia" por Dios (Lc. 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX:

 

... la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (DS 2803).

 

492 Esta "resplandeciente santidad del todo singular" de la que ella fue "enriquecida desde el primer instante de su concepción" (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es "redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo" (LG 53). El Padre la ha "bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ef. 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. El la ha elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor (Cfr. Ef 1, 4).

 

493 Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios "la Toda Santa" ("Panagia"), la celebran como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva creatura" (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.” (Catecismo Oficial de la Iglesia Católica).

 

En consecuencia, tal predestinación incluye a la del decreto de ser verdadera madre de los hombres, lo cual ocurrió en la unidad del mismo acto por el que todo fue creado, en el único, eterno y simplísimo acto de voluntad, que para entendimiento humano se divide en decretos virtuales.

 

Cristo fue predestinado  sólo en razón de la humanidad asumida y solamente puede hablarse de predestinación de Cristo en este sentido, la cual es extraordinaria, ya que mientras los hombres fueron predestinados –en función del ejercicio de su libertad y elección final—a la gloria eterna y a la visión beatífica, en el caso de Cristo, a causa de la unión hipostática con Dios, desde el instante de su existencia como Hombre-Dios, gozó de la visión beatífica, y por lo mismo no estuvo ya en condición de obtenerla.

 

Su predestinación como Hombre-Dios, la cumplió en la tierra al redimir al género humano y alcanzar, con ello, para todo aquel que lo reciba, el ser hijo de Dios y de este modo ejercer y consumar su derecho real de cabeza, principio y fin de todo, hacia quien todo confluye.

 

En este sentido, la predestinación de Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es la de ser Hombre-Dios redentor de la humanidad, alfa y omega, lo cual es una predestinación extraordinaria de la que participa la predestinación de la santísima Virgen María, de manera indisoluble.

 

De esta forma, el decreto divino de que Cristo sea el primero en y de todo, para y por quien todo fue hecho, no tiene oposición con el plan redentor cuya hora estableció Dios mismo (Jn. 12, 27; 7, 30), que es la corona de toda la obra de Dios, sino que todo confluye a la gloria de Dios, que Cristo da a su Padre con su sacrificio y con la que el Padre da al Hijo al exaltarlo por encima de todo, por, para  y en quien hizo todo (Jn. 11, 16, 23; 12, 28; 13, 31-32; Mt. 28, 18).

 

Así Dios lo estableció en el relicario purísimo de María, con la perfección y plenitud de su virginidad, creada por Él en María, con María, para María, por María, como perfecto santuario y templo suyo, modelo perfecto de todas sus obras.

 

Debido al accidente del pecado, introducido en la creación por el diablo y luego por nuestros  primeros padres, no como decreto, ni como condicionante, sino como partícula accidental de excepción, con total responsabilidad de la creatura, pero el cual Dios tuvo ante sí desde antes de crearlo todo, María fue  redimida por los méritos anticipados de Cristo y fue predestinada para este tipo de redención, única en su naturaleza,  desde toda la eternidad,  porque Ella es la fuente misma de la redención.

 

El pecado es excepción –dramática para el hombre, incluyendo al Dios hecho Hombre y a su Madre Santísima-- con relación a la perfección y la comunicación perfecta de la vida divina por Cristo. No es condicionante para los planes de Dios, de manera que se pudiera decir que sin el pecado Cristo no hubiera venido al mundo, ya que el pecado del hombre no modifica los planes divinos, sino que entra, como partícula de no ser,  por las acciones de las creaturas, en la fijación eterna de aquellos planes, que no sufren cambios. (Charles Journet. Op. Cit. P. 57).

 

Coincidimos con la escuela teológica según la cual, por motivo del pecado del hombre, --previsto en la presciencia de Dios desde toda la eternidad, aunque no querido por Él ni condicionado a modificar sus planes creadores por dicha ocurrencia generada por la desobediencia del hombre— Cristo, además de venir al mundo, asume la voluntad del Padre, de ser redentor, rehacedor de todo con más perfección que la creación primera.

 

El que Dios determinó ser Hombre, independientemente del pecado del hombre y aunque sabía que el ser humano le iba a desobedecer, lo sustentamos con la tesis de que las acciones de Dios que son externas a la vida íntima de sus divinas procesiones, como lo son la creación y la redención, se les asemejan.

 

Cuanto y más tratándose del hombre, al que hizo a su imagen y semejanza (Gn 1, 26), por lo que esta característica singular, implica, por su naturaleza, al acto de su voluntad de hacerse hombre, independientemente de los actos de esta creatura. Al crearlo estaba creando la naturaleza humana que Él mismo asumiría y en Adán veía a Cristo (Rm. 5, 14), perfecta imagen y semejanza de Dios (Col. 1, 15-20) que cumple con su voluntad de hacerse Hombre y Redentor.

 

En este mismo decreto, María fue consagrada en gracia,  sin el pecado original, ya que si Cristo iba a ser la perfecta imagen y semejanza de Dios hecho hombre,  --tal como ocurrió -- al decir:  “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”, y con el hecho de que Cristo vino al mundo, quiere decir que las manos con las que hizo al primer hombre --que cayó en el pecado---, en el acto mismo de formarlo estaba consagrando las entrañas purísimas de María para formar a Cristo, perfecto hombre sin pecado y verdadera imagen y semejanza de Dios, con la misión de Redentor.

 

En este momento se revela como Ella fue redimida antes de existir, preservada en gracia por el acto mismo del oficio divino y humano al que se le predestinaba, de ser madre del Verbo encarnado, Cristo Redentor, encerrado en las palabras “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” y comprobado por el hecho de que María es verdadera madre del Verbo encarnado, ya que así lo trajo a este mundo y es el redentor del género humano.

 

Repudia a la razón pensar en crear al hombre a imagen y semejanza de Dios, sin que ello tuviera una relación de analogía respecto de la naturaleza de la procesión divina por la cual el Padre engendra eternamente a la segunda persona de la Santísima Trinidad y sin que fuera ese hombre la semilla de Cristo.

 

Es contrario a la razón pensar dotar de una imagen y semejanza con Dios que inexorablemente fueran destruidas por el pecado, sin posibilidad de redención por parte de aquél a quien se orienta, por cuanto, en ese caso, tal imagen y semejanza carecería del reflejo de la esencia de aquel que procede y no tendría vocación para contener la esencia misma del que engendra. Si tal hubiera sido la condición de esa imagen y semejanza, no existiría razón suficiente para la encarnación del hijo de Dios, ni razón para redimir a los hombres.

 

Más bien que este decreto estaba determinando a Cristo y a María con sus oficios divinos como corona de toda obra de Dios, para su gloria infinita, con el sacrificio redentor de la cruz, por el cual verdaderamente el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios y salido verdaderamente de sus manos divinas que son las del Espíritu Santo por cuya obra asumieron la forma de las entrañas de María, a fin de compartir su divinidad con todos los que lo acepten, a través de la redención.

 

Por ello las entrañas purísimas de María ejercieron esa naturaleza hipostática de orden relativo, del oficio de las manos de Dios, pero con un acto y un producto superior al que Dios realizó cuando hizo a Adán y le insufló el espíritu, quien no era Dios y Hombre a la vez, ya que la Santísima Trinidad asignó a María el poder, los dones y los privilegios para el singular oficio de traer al mundo al Dios-Hombre, verdadera imagen de Dios (Col.1, 15), cabeza de muchos hermanos, coherederos con Él (Ef. 1, 3-14).

 

Acorde con la naturaleza que la sabiduría de Dios determinó para todo cuanto existe, por el fruto se conoce a la semilla. Por Cristo y el modo por el que vino al mundo sabemos la naturaleza de la semilla que Dios sembró en su creación cuando hizo al hombre y lo que estaba decretando cuando dijo: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, de manera que lo que Dios hizo cuando formó a Adán y Eva, que fue destruido por ellos mismos con su desobediencia, Cristo lo vino a rehacer y completar con perfección, santidad y verdadero culto de adoración a Dios, por María.

 

Esta redención de Cristo, incluida en el decreto que se encierra en las palabras hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, adquiere para el hombre consecuencias más allá de toda su razón y capacidad, porque el acto redentor de Cristo viene a ser superior a todo cuanto fue hecho en la creación primera, sometida a la corrupción por el pecado del hombre, ya que constituye el acto supremo de amor y de culto a Dios, que nadie jamás puede darle sino solamente Cristo y su cuerpo místico, a un tiempo.

 

Constituye la única respuesta de amor que corresponde a la realeza e infinitud de Dios, más allá de toda comprensión de ángeles y hombres. Este es el verdadero fruto de aquella semilla.

 

En consecuencia, María, como recipiente de los planes de Dios, desde la mente de Dios, es recipiente  sellado, hecho totalmente de la virginidad y la pureza de Dios, por participación hipostática relativa, encarnadas en su persona, ya que contendría a la fuente misma de la virginidad y del verdadero culto de amor que Dios se ha preparado con Cristo.

 

Es llena de gracia, por lo que es la única creatura concebida en los planes de Dios, a quien el pecado repelía por su oficio de verdadera Madre de Dios, sin menoscabo de ser creatura y de sufrir plenamente todos los dolores redentores de la pasión de su Hijo Jesucristo, ya que así Dios quiso darse una madre creatura, con toda un universo pleno de maternidad perfecta contenido en Ella; excelsa y suprema en el amor que con ello tributa a Dios, que corresponde a la realeza de la Santísima Trinidad. Más allá de todo entendimiento de los hombres y de los ángeles. Así revela el Espíritu Santo a María en el Cantar de los Cantares:

 

“Eres jardín cercado, hermana mía, esposa, huerto cerrado, fuente sellada” (Cant. 4, 12)

 

Esta es la simiente de los hijos de Dios, cuya madre y hermanos, se identifican por cumplir la voluntad de Dios (Mt. 12, 50), como bien lo hiciera aquella que es el original de todo lo creado y de todo lo redimido, así como de toda la vida eterna por venir: María.

 

El apóstol san Juan señala como se da la filiación divina: 

 

“A todos los que lo reciben les da el ser hijos de Dios. El que ni de sangre ni de la carne, sino de Dios es nacido” (Jn. 1, 12-13). “Lo nacido de la carne,  carne es, y lo nacido del  espíritu es” (Jn. 3, 6). “...El que no nace de lo alto, no puede ver el Reino de Dios” ... “...El que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios”  (Jn 3, 3, 5).

 

Cristo, por ser Dios, nos puede comunicar la vida divina contenida en este nuevo nacer.

 

“Nacer de arriba, de lo alto, corresponde en San Juan a nacer de Dios, igual a nacer del Espíritu, nacimiento tan real por su origen –el Espíritu—como el nacimiento de la carne dentro de la contraposición de ambos nacimientos” (Dios Revelado por Cristo. Salvador  Vergues, SJ., José María Dalmau, SJ. BAC. Madrid. 1969. P. 172).

 

Con tal acción, Cristo provee el medio necesario de la generación de la vida divina por participación al hombre, como consecuencia de su encarnación y de su redención, el cual es perfectamente compatible con la naturaleza de la generación establecida desde la creación, esto es, con la paternidad de Dios respecto de su Hijo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, la filiación del  Hijo respecto del Padre, Hijo que adopta al hombre como hermano por su encarnación y redención, y regala el don de la participación de la vida divina a los que le reciben.

 

Hay que señalar que el concepto filosófico de generación se define:

 

“Es el origen, que un ser viviente tiene de otro ser viviente por comunicación de su propia naturaleza específica”. De acuerdo con esta definición para que la generación sea verdadera y real ha de reunir las siguientes condiciones: a) Que el engendrado sea un ser viviente. Por falta de esta condición no se dicen engendradas por nosotros las lágrimas, aunque procedan de un ser viviente. b) Que el generante lo sea también, porque solamente los seres vivos pueden engendrar. c) Que el engendrado proceda del generante por una acción verdaderamente vital, ya que esta es la única forma de comunicar un viviente su naturaleza a otro viviente. Por falta de esta condición no puede decirse que  Eva haya sido engendrada por Adán,  aún interpretando materialmente el pasaje bíblico de la formación de Eva de una costilla de Adán. d) Que el engendrado se asemeje al generante  en la misma naturaleza específica (como el hombre engendra a otro hombre y el caballo a otro caballo). Por eso no puede decirse que son engendrados por nosotros los cabellos de nuestra cabeza”. (Antonio Royo Marín. Op. Cit. P. 93).

 

Llegar a ser hijos de Dios equivale a ser hijo de la luz, que coincide con creer en la luz, que es Cristo (Jn. 12, 36; 9, 35-37).

 

“Cristo, a través de nuestra transformación completa en hijos de Dios, nos revela su filiación divina haciéndonos remontar a su única filiación divina con el Padre”. “...Toda la vida de Cristo está en tensión hacia el Padre. Hacer su voluntad constituye la orientación y estructura de todo su ser. El amor inmenso que Cristo profesa al Padre manifiesta el amor infinito que, como palabra eterna del Padre, tiende al origen de donde procede. Su misión intramundana es amar a los hombres, objeto de las complacencias del Padre, que les ama hasta enviarles a su hijo unigénito (1 Jn. 4, 10). Cristo ama a los suyos hasta el extremo en su entrega personal por ellos, como cumplimiento del designio salvífico del padre (Jn. 13, 1). Su pasión es su vuelta amorosa al Padre: Para que conozca el mundo que amo al Padre (Jn 14, 31). En la “hora” de su entrega por los hombres se refleja el amor recíproco que une al Hijo con el Padre. Dios amó a los hombres y les dio un don a ellos en su Hijo unigénito. Dicha donación revela la vida íntima de Dios, que se autoposee conscientemente y se da a sí mismo en don amándose infinitamente. Dios no es el eterno solitario, sino el Dios vivo, que tiene de sí mismo un conocimiento tal, que el impulsa a amarse infinitamente. La revelación del conocimiento y del amor que el Hijo tiene del Padre constituye toda la trama estructural del evangelio de San Juan, al referir que el Hijo conoce y ama al Padre, y por ello se da para la salvación del mundo”.  “...La comunicación de la filiación divina, que hace a los hombres partícipes de la naturaleza divina, determina toda la teología de la encarnación del Verbo, enviado por el Padre al mundo. La proclamación del mensaje de Cristo acerca de nuestra filiación adoptiva no penetrará, sin embargo, en el interior del hombre, sin la obra del Espíritu de Cristo, enviado por el Padre en nombre del Hijo. Pues el Espíritu de la verdad hará que la verdad anunciada por Cristo tenga resonancia en el hombre al aceptar éste ser auténtico hijo de Dios”. (Salvador  Vergues, SJ., José María Dalmau, SJ. Op. Cit. P. 165, 179).

 

De manera que la acción del hombre consiste en recibir a Cristo, para hacerse hijo de Dios, esto es, hacer su voluntad para participar de la naturaleza divina (II Pe. 1,4).

 

“El hijo tiene la naturaleza de sus padres: lo que nace de un pájaro es un pájaro, lo que nace de un hombre es un hombre, lo que nace de Dios es Dios”. (Charles Journet. Op. Cit. P 33)

 

El padre Antonio Royo Marín explica el ser de los hijos de Dios: El sujeto es el alma; el principio formal de su vida es la gracia santificante; las potencias sobrenaturales son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, y las operaciones son los actos de esas virtudes infusas”. (Espiritualidad de los Seglares. Antonio Royo Marín.. BAC. 1967. P. 272).

 

Las virtudes infusas ordenan las potencias al fin de la vida cristiana y son las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad. Las siguientes virtudes infusas existen con relación a los medios, y son las virtudes morales o cardinales, que son: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

 

Estas responden al orden de la gracia, esto es, al fin de la participación de la divinidad al hombre, y las segundas responden al orden de las virtudes adquiridas, que perfeccionan el alcance de la finalidad primaria, respecto de los medios adecuados para ello.

 

Es así como habiendo nacido del agua y del Espíritu, (Jn. 3, 5; Mc. 16, 16) cada uno de los que le recibieron es responsable con sus actos de la gestación de su ser espiritual (Lc. 18, 12- 26; Apoc. 21, 7), el cual habrá de alcanzar toda su perfección y plenitud, el día de la resurrección después del juicio final (Mt. 25, 31-46), y participar de Dios en la Jerusalén Celeste (Apoc. 22, 3-5), que es María.

 

Es importante para este apartado la reflexión de San Hilario Obispo, sobre el salmo 127, 1-3 (CSEL 24, 628-630. Tomado de la Liturgia de las Horas. Buena Prensa, México. 2007.  T. II. P.160-161). Se refiere al temor de Dios, como amor que tienen sus verdaderos hijos, el cual hay que obtenerlo como dice el libro de Proverbios: “Si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia, si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor”.

 

“El temor, en efecto, es el miedo que experimenta la debilidad humana cuando teme sufrir lo que no querría. Se origina en nosotros por la conciencia del pecado, por la autoridad del más poderoso, por la violencia del más fuerte, por la enfermedad, por el encuentro con un animal feroz, por la amenaza de un mal cualquiera. Esta clase de temor no necesita ser enseñado, sino que surge espontáneo de nuestra debilidad natural. Ni siquiera necesitamos aprender lo que hay que temer, sino que las mismas cosas que tememos nos infunden el temor. En cambio, con respecto al temor del Señor, hallamos escrito: “Venid hijos, os instruiré en el temor del Señor”. Así, pues, el temor de Dios ha de ser aprendido, ya que es enseñado. No radica en el miedo, sino en la instrucción racional; ni es el miedo connatural a nuestra condición, sino que consiste en la observancia de los preceptos, en las obras de una vida inocente, en el conocimiento de la verdad. Para nosotros, el temor de Dios radica en el amor y en el amor halla su perfección. Y la prueba de nuestro amor a Dios está en la obediencia a sus consejos, en la sumisión a sus mandatos, en la confianza en sus promesas”

 

Esta filiación es verdadera e incomprensible, que encierra todo el amor de Dios que es incuantificable y que tiene a Cristo por  garantía (Jn. 3, 16), más allá de toda comprensión.

 

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y ¡lo somos! ... ahora somos hijos de Dios” ( 1 Jn. 3, 1-2).

 

“El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm. 8, 16).

 

Asimismo, Jesús nos llama hermanos (Jn 20, 17), ya que Dios nos ha predestinado  “a ser conformes con la imagen de su hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rm. 8, 29), y Jesús “no se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo: Anunciaré tu nombre a mis hermanos” (Heb.2. 11).

 

Por todo ello, el pecado, partícula de no ser, solamente tiene significado para el drama del hombre, ya que para Dios en su inmutabilidad y sus planes, no tiene trascendencia alguna como causa de algo ni condiciona ninguna acción de Dios respecto del hombre en lo más mínimo.

 

En aquella eternidad cuando Dios determinó hacerse hombre y darse un universo, y vio el pecado del hombre, sobradamente ya estaba incluido el decreto redentor, que no por estar oculto a la curiosidad de ángeles y hombres, dejaba de ser mayor a toda la creación misma. Así lo empezó al formar hombre y mujer, y lo consumó cuando hizo al hombre a su imagen y semejanza en Jesucristo, con su pasión, muerte y resurrección. Verdadero culto en espíritu y verdad digno de su majestad.

 

El pecado, absolutamente no tiene nada de bueno ni puede producir algo bueno y cuando se dice que sin el pecado de Adán no hubiera habido tal redentor, debe entenderse que es el amor de Dios el que ha dado a tal redentor (Jn. 3, 16), no el pecado ni la culpa. Al cantar en su alegría la liturgia, respecto de la felicidad de la culpa que mereció tal redentor, debe entenderse respecto de la compunción del corazón de la que habla Cristo, que vino a este mundo no por los justos, sino por los pecadores, quienes al arrepentirse producen la alegría de los ángeles, cosa que no ocurre por los “justos” que no requieren de arrepentimiento (Mt. 18, 11-14; Lc. 15, 7, 10, 11-27; 18, 9-14) .

 

Cristo no ha sido condicionado por el pecado irremisiblemente para  el sacrificio de la cruz (Jn. 10, 18), sino que con toda la libertad de Dios, quiso hacerse hombre y con esa misma libertad, a la que se suma la de su naturaleza humana, ha venido a consumar esta elección en grado superlativo de amor, con la entrega de su vida por los suyos (Jn. 10, 15; 12, 27). Se trata de dos partes indisolubles de un solo misterio de amor.

 

Desde el punto de vista de la causa eficiente, es el amor de Dios el que por encima del acto perverso del hombre,  lo vuelve a reconstituir y lo hace hijo suyo. Feliz es el acto redentor y el que acepta la redención y llora el pecado para repudiarlo y verse limpio de el y su culpa, con la que ha cargado Cristo.

 

Si la casa del Rey ha sido manchada en su presencia con la suciedad de uno de sus sirvientes al que iba a sentar a su mesa y elevar a la dignidad de la familia real, el día de la boda de su hijo, no es la suciedad, sino el amor, la causa eficiente que hace que el hijo del Rey baje del lugar del banquete, se ponga ropaje de sirviente, limpie la suciedad,  lave y exculpe al que eso hizo, lo vista con sus ropas reales le ponga sus perfumes y lo siente a su mesa, a su lado a comer de su plato.

Aquí es donde procede analizar el estado que sigue, para aquel que quiere ser hijo de Dios, que teológicamente se conceptúa con el término de justificación.

 

La justificación significa:

 

“...el acto por el cual Dios transfiere al estado de Gracia al que se encuentra en pecado. Hay un paso del estado de no-justicia con relación a Dios , al estado de justicia o de santidad con relación a Dios”. (Charles Journet. Op. Cit. P. 93)

 

Por ello, a quien está en pecado, Dios le llama constantemente al arrepentimiento (Mt. 12, 3; Jn. 3, 16; 5, 17), acto que forma parte de la relación de Dios con el hombre bajo la operación de la gracia actual.

 

“...es la gracia la que nos previene y nos empuja, paso a paso, hacia la justificación. Pero la justificación, ¿qué es a punto fijo? Es el momento en el que, no habiendo sido rechazadas las gracias sucesivas, de pronto la flor da su fruto; el amor de Dios al invadir el alma la sitúa  en el plano de la gracia y de la caridad, la santifica interiormente y viene la inhabitación de la Trinidad. La justificación se hace pues, de repente, sin dejar de presentar simultáneamente varios aspectos: Dios mueve al alma a hacer un acto de amor a Dios y de renuncia al pecado; en ese mismo instante le perdona su falta y le purifica”. (Charles Journet. Op. Cit. P. 97).

 

Es precisamente en este momento cuando se produce la alegría del cielo; por un solo pecador que se arrepiente. Es la generación de los verdaderos hijos de Dios. (Lc. 15, 7; Jn. 1, 12-13).

 

En su condición de pecador que ha sido redimido, el hombre debe violentarse a sí mismo (Mt. 11, 12), cada día de su vida (Lc. 9, 23) para aceptar la moción de Dios, que le invita a convertirse en hijo suyo (Jn 1, 12). Pero este esfuerzo de entrar por la puerta estrecha (Mt. 7, 13-14) y amar a Cristo por sobre todo (Mt. 10, 35-39) se hace cada vez más suave y llevadero (Mt. 11, 28-29), y Dios va llevando a su hijo hasta las cumbres de la santidad, sin que este lo note (Mc. 4, 26-29), y tras de haber convivido verdaderamente con el mismo Cristo en la tierra, le dará posesión de su Reino (Mt. 25, 34).

 

Este es el camino de los verdaderos hijos de Dios, sus verdaderos adoradores (Jn. 4, 23), los que siendo pecadores se arrepienten cada día, ya que el pecador que se arrepiente es el que alcanza la gloria, no el justo que cae. Toda la vida de virtud nada vale si al final se cae en pecado mortal. Se aclara que no se trata de los  que busquen cometer pecados o se escuden en su debilidad para cometerlos confiados en que Dios les perdonará, ya que estos tales cometen el pecado y lo sellan con el sacrilegio, y son los que mueren en su pecado (Jn. 8, 21).

 

Con referencia al conocimiento de la propia condición respecto de Dios:

 

“¿Por qué, fuera de ese privilegio excepcionalísimo llamado la “confirmación en gracia”, no podemos nosotros saber de manera infalible, ni, sobre todo, de fe divina, que estamos en gracia? Porque siendo la gracia una participación de la naturaleza divina, el que la viera directamente, vería la Fuente misma, esto es, el misterio insondable de Dios . Y Dios, aquí abajo, no puede ser visto cara a cara;  no puedo asirle mas que en la noche. La gracia es un esplendor, pero un esplendor nocturno; no es que sea sombra en sí misma, sino que nuestros ojos no son capaces de captarla. Ante ella y ante Dios, que ella nos da, estamos como el pájaro nocturno ante el sol”. (Charlos Journet. Op. Cit. Pp.115-116).

 

¿Es posible que el que ha aceptado el llamado de Dios tenga la certeza de que estará en gracia al momento de su muerte?

 

“¿Se puede merecer la perseverancia final? La perseverancia final es la conjunción del estado de gracia y del momento de la muerte ¿La podemos merecer de antemano? ¡No! ¿Y por qué? Precisamente porque es la conjunción del momento de la muerte con el estado de gracia, es decir, con la raíz que permite merecer y fructificar. Pero lo que la raíz fructifica  no es la raíz misma; lo que el estado de gracia fructifica  no es nunca el estado de gracia mismo. Estando en estado de gracia puedo yo merecer un acrecentamiento de la gracia y también de la vida eterna. Pero no la perseverancia en el estado de gracia, la perseverancia final. Puedo, debo, no obstante, esperar que la gracia me será conservada por Dios para el momento de la muerte, y sé que no me será retirada si yo mismo no la he rechazado”. (Charlos Journet. Op. Cit. Pp.113).

 

Ante esta dificultad que enfrentan los hijos de Dios, Él, que es todo amor para los que le aman, no los deja a la deriva, sino que les ofrece el mismo cofre de la gracia y de la vida divina, para que participen de los dones que allí ha depositado: la Santísima Virgen María, quien participará de la misma sustancia de su virginidad, al que se la pida, para que se convierta en adorador de Dios en espíritu y en verdad, y lo sea hasta el último instante en esta vida.

 

El padre Royo Marín aborda este misterio y señala que María es “omnipotencia suplicante”, por lo que como mediadora universal de todas las gracias, obtiene cuanto quiere e Dios, por lo que en el caso de María, las peticiones debidamente realizadas son moralmente imposibles que se dejen de obtener, y se obtendrán infaliblemente.

 

A este respecto comenta el rezo del santo rosario:

 

“...la eficacia incomparable del rezo piadoso y diario del santo rosario en orden a obtener de Dios, por intercesión de María, el gran don de la perseverancia final, que corona todos los demás dones de Dios y sin el cual para nada nos aprovecharían todos los demás...”  “...Es moralmente imposible que deje de obtener de Dios por intercesión de María, el gran don de la perseverancia final todo aquel que rece diaria y piadosamente el santo rosario con esta finalidad...” “...reúne en grado superlativo todas las condiciones para la eficacia infalible de la oración, añadiendo, por si algo faltara, la intercesión omnipotente de María.” “..1. Se pide algo para sí mismo: la propia perseverancia final o muerte en gracia de Dios. 2. Algo necesario o conveniente para la salvación: sin la perseverancia final es absolutamente imposible salvarse. 3. Piadosamente, es decir, con fe (¡nos dirigimos a Dios nuestro Padre, y a María, nuestra Madre!), con humildad (“perdónanos nuestras deudas..., ruega por nosotros, pecadores...”), en nombre de nuestro Señor Jesucristo (cuya oración –el Padrenuestro—recitamos al frente de cada uno de los misterios) y por intercesión de María ( a la que va dedicado el rosario entero). 4. Con perseverancia: ¡Cincuenta veces diarias pidiendo a María que riegue por nosotros en la hora de nuestra muerte! ¿Puede pedirse mayor insistencia y perseverancia en la oración de súplica?...”  “...¿Puede concebirse acaso que María deje de asistir efectiva y eficazmente a la hora de la muerte a quien se lo pidió durante toda su vida cincuenta o ciento cincuenta veces cada día? La imposibilidad moral se hace tan grande que casi puede hablarse de imposibilidad prácticamente metafísica. Como se ve, afirmar que el rezo piadoso y diario del santo rosario es una señal grandísima de predestinación y una especie de “seguro infalible de salvación” no es una afirmación gratuita e irresponsable, sino una conclusión rigurosamente teológica, que resiste el examen de la crítica más severa” (La Virgen María. Antonio Royo Marín, BAC. Pp. 424-425).

 

Podemos afirmar que Cristo da por madre a su propia madre a quienes le aman (Jn. 19, 26-27), y ella a su vez, al cumplir este oficio, participará de su virginidad  a estos hijos, ya que esta condición es aquella sin la cual resulta imposible  que engendre a Cristo en estos hijos suyos, los que con esta señal demuestran que cumplen la voluntad de Dios (Mt. 12, 49-50).

 

Señala el Catecismo Oficial de la Iglesia Católica:

 

“27 El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar:

29 Pero esta "unión íntima y vital con Dios" (GS 19,1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos (Cfr. GS 19-21): la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (Cfr. Mt 13,22), el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (Cfr. Gn 3,8-10) y huye ante su llamada (Cfr. Jon 1,3).”

“52 Dios, que "habita una luz inaccesible" (1 Tm 6,16) quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (Cfr. Ef 1,4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.”

 

San Pablo explica con claridad el proceso de incorporación del cristiano a su divina cabeza: hemos muerto juntamente con Cristo (2 Tim. 2, 11), y con Él hemos sido sepultados (Rm. 6, 4), y con Él hemos resucitado (Ef. 2, 6), y hemos sido vivificados y plantados con Él (Ef. 2, 5; Rm. 6, 5), para que vivamos con Él (2 Tim. 2, 11) a fin de reinar juntamente con Él eternamente (Ef. 2, 6).

 

Esta es fundamentalmente la vida del cristiano, aunque en formas y grados espirituales diversos.

 

“Las distintas modalidades que esta vida ha de revestir para cada uno de ellos, según su estado y condición, serán tan solo aspectos sobreañadidos a este esquema básico y común a todos. Sin esta base fundamental sería vana ilusión y lamentable extravío hablar de espiritualidad sacerdotal, o religiosa, o seglar. Todas estas formas presuponen y complementan la espiritualidad cristiana en general, que ha de ser vivida con la mayor intensidad posible para todos los cristianos sin excepción, sea cual fuere su estado y modo de vida en el conjunto maravillosamente armónico del Cuerpo místico de Cristo”. (Espiritualidad de los Seglares. Antonio Royo Marín. BAC. Madrid. La Editorial Católica S.A. 1967. Pp.4-5)

II. La Creación para Cristo