Los Hijos del Diablo

XII. El Pecado

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XII. El Pecado

 

¿Qué es el pecado?

 

“1849 El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como ‘una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna’ (S. Agustín, Faust. 22, 27; S. Tomás de A., s. th., 1-2, 71, 6) )

1850 El pecado es una ofensa a Dios: ‘Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí’ (Sal. 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de El nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse ‘como dioses’, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn. 3, 5). El pecado es así ‘amor de sí hasta el desprecio de Dios’ (S. Agustín, civ, 1, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (Cfr. Flp. 2, 6-9).” (Catecismo Oficial de la Iglesia Católica).

 

Es necesario reconocer que en el hombre todo pecado es imputable a su responsabilidad, esto es, que quiso cometerlo, y no necesariamente tiene su origen siempre en la tentación del demonio, del mundo y la carne, ya que muchas veces es la voluntad simple de la persona la que quiere cometerlo y lo ejecuta.

 

Así lo hicieron Adán y Eva, aún considerando la seducción de la serpiente, toda vez que no existe evidencia en la Escritura de que ellos tuvieran conocimiento del drama de la caída de los ángeles rebeldes, aunque tuvieran la ciencia infusa, por la cual, sin embargo, y con ayuda de la gracia virginal de que gozaban, tuvieron sobrado conocimiento de la naturaleza de la oferta pecaminosa y de sus consecuencias y, por su cuenta, la aceptaron.

 

No sabían de la existencia del demonio y únicamente contaban con el mandato de Dios, por lo que aunque mediante seducción comieron los dos, fue por ellos mismos que realizaron el acto que estaba prohibido y obtuvieron la consecuencia correspondiente: la muerte.

 

“397 El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (Cfr. Gn. 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (Cfr. Rm. 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.

398 En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de creatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente "divinizado" por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso "ser como Dios" (Cfr. Gn. 3, 5), pero "sin Dios, antes que Dios y no según Dios" (S. Máximo Confesor, ambig.).

399 La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original (Cfr. Rm. 3,23). Tienen miedo del Dios (Cfr. Gn. 3,9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (Cfr. Gn. 3, 5).

400 La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (Cfr. Gn. 3,.7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (Cfr. Gn. 3,.11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (Cfr. Gn. 3, 16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (Cfr. Gn. 3, 17.19). A causa del hombre, la creación es sometida "a la servidumbre de la corrupción" (Rm. 8, 21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (Cfr. Gn. 2, 17), se realizará: el hombre "volverá al polvo del que fue formado" (Gn. 3, 19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (Cfr. Rm. 5, 12).” (Catecismo Oficial de las Iglesia Católica)

 

El mandato desobedecido fue: “... del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él,  morirás sin remedio” (Gn. 2, 17).

 

Para analizar este mandato, es necesario considerarlo desde tres puntos de vista: de Dios, del diablo y del hombre.

 

“El conocimiento que Dios se reserva  no es ni la omnisciencia ni el discernimiento moral , sino la facultad de decidir lo que es bueno o malo. Al usurparlo, el hombre reniega de su estado de creatura. Esta rebeldía orgullosa contra Dios está expresada por la trasgresión al precepto de Dios acerca de la fruta prohibida” (Biblia de Jerusalén. Editorial Española Descleé Brouwer. S.A. 1976. Nota de pie de página a Gn 2, 17. P. 7).

 

Por esto es que Dios dice, más adelante: “He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros en cuanto a conocer el bien y el mal...” (Gn. 3, 22) en referencia a lo que el hombre concibió en su interior con la seducción de la serpiente, que para él fue un engaño (Gn. 3, 13), una mentira que prefirió en lugar de la verdad: la vida que proviene de la obediencia o la muerte por su desobediencia.

 

“Es que Dios sabe muy bien que el día  en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y series como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn. 3, 5), es el discurso de la mentira escuchada por el hombre; al preferirla, en oposición al mandato de Dios, concibió su propia mentira y esta ocupó en su voluntad el lugar  que anteriormente ocupaba la obediencia a Dios (Gn. 3, 6).

 

Para el hombre es mentira desde todo ángulo de análisis: desde el mismo hecho de su ocurrencia, que es contraria a la razón iluminada por la gracia original; en su exposición, que también es contraria a la misma razón;  su motivación  y en su finalidad.

 

Decimos que es mentira lo que el demonio dijo al hombre, desde el punto de vista de la justicia de Dios y del mandato al hombre, impuesto con relación a los planes eternos centrados en Cristo.

 

Respecto del diablo, hay que considerar que no hay verdad en él (Jn. 8, 44), por cuanto, con sus palabras, no se refería al bien y el mal como los entendía el hombre cuando obedecía a Dios y mucho menos la justicia de Dios.

 

Se refería al bien  y el mal de su mundo de mentira, su reino infernal, que ya había inaugurado con su rebelión y al que pertenecen la tercera parte de los ángeles creados que se hicieron rebeldes. En este mundo donde el bien y el mal tienen una connotación y una definición diabólicas, que es la mentira, donde son la misma cosa con el pecado y su satisfacción de oposición a Dios, donde sus ciudadanos son como dioses, creadores de sí mismos, de su propia naturaleza de pecado y de mentira, en un mundo de odio, muerte  y mentira.

 

Por el pecado del hombre, el demonio se ha establecido a sí mismo como “dios de este mundo” (Gn. 3, 6, 11, 17-19; 1 Jn. 5, 19; 2 Cor. 4, 4; Ez. 28, 2b); a su modo de ver, semejante en poder, dignidad y atributos al Altísimo (Is. 14, 13-14).  No quiere ser igual a Él ni apoderarse de su reino, porque lo odia. Quiere destruirlo y sobre la muerte de lo que Dios haya hecho, crear un reino propio, en la tierra  en el cual sea adorado (Lc. 4, 5-7; Apoc. 2, 13).

 

Careciendo del atributo para poder crear, y siendo Dios el único referente de tal portento, imita y remeda al acto creador. Si Dios es la verdad, él se constituye como su opuesto, la mentira (Jn. 8, 44), y  se “crea” a sí mismo a partir de la misma, y para reafirmar que “es” por sí mismo,  engendra una simiente de hijos (Gn. 3, 15) de la mentira que él ha creado y en la que tiene su origen, y con ellos establece un reino propio en el cual Dios no tenga nada que ver (Mc. 7, 5).

 

Lo anterior establece la condición del diablo respecto del hombre, en el acto de seducirlo. Primero tiene que hacer que muera respecto de Dios, por el pecado y la mentira, y habiendo ejecutado este homicidio va a constituir con el que ha muerto para Dios, un reino, con la progenie de aquellos que habiéndose creado a sí mismos por la mentira y la desobediencia, son como dioses, que establecen para sí mismos, lo que es bueno y malo. Esta es la psicología del demonio al tentar al hombre.

 

“Frente a la tentación o sugerencia diabólica “nos encontramos en el centro mismo de lo que se podía llamar el “anti-Verbo”, es decir, la “anti-verdad”. En efecto, es falseada la verdad del hombre: quien es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta “anti-verdad” es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios creador es puesto en estado de sospecha, más aún, incluso en estado de acusación ante la conciencia de la creatura. Por primera vez en la historia del hombre aparece el perverso “genio de la sospecha” (...) “Acusa a Dios frente al hombre y se presenta como su libertador” (...) “No nos permite ver quien es Dios y quienes somos nosotros; ni tampoco quien es él. Deforma toda la realidad o pretende desfigurarla. Pero él sabe quien es Dios y quienes somos nosotros...” (Francisco Martínez G. Op. Cit. Pp. 32-33. Cita la Encíclica de Juan  Pablo II “Dominum et Vivificantem”. No. 37).

 

Desde el punto de vista del hombre, hay que señalar que Dios le había dado varios mandatos (Gn. 1, 28-30): ser fecundos y multiplicarse, llenar la tierra, someterla, imperar en peces, aves y todo animal sobre la tierra; alimentarse de vegetales y animales. Estos mandatos corresponden a su naturaleza de animal racional, y por lo mismo no implicaban una conducta moral en específico. En caso de no obedecer alguno de estos mandatos, no existía pena específica que modificara su relación con Dios, fuera de privarse de un derecho del ejercicio inherente a su naturaleza.

 

El segundo mandato es distinto, ya que es una prohibición imperante: “no comerás”, seguido de una advertencia: “el día que comieres de él, morirás sin remedio”. (Gn. 1, 17).

 

Estaba muy clara para el hombre la consecuencia de comer de tal árbol, que no era  el conocer la ciencia del bien y del mal, ni determinar qué es bueno ni qué es malo,   --como determinar el nombre de los animales o disponer  de la tierra (Gn. 1, 26)-- sino únicamente la muerte.

 

Esto debido, sobre todo, a la naturaleza del conocimiento al que se ligaba el mandato, esto es, que tenía que ver con la ciencia del bien y del mal, por lo que quedaba claro al entendimiento del hombre, la naturaleza del bien y del mal al que se ligaba el fruto y la naturaleza de la orden: determinar qué cosa es buena y qué es mala únicamente corresponde a Dios (Gn. 1), que como creador es el único que podía determinar eso, con relación a los planes que tuviera para el hombre, al que había dado tal mandato.

 

Para comprender mejor esto, es necesario abundar un poco respecto de la condición en la cual el hombre recibió este mandato. Charles Journet explica el estado de la “gracia adámica”:

 

“No le ha concedido solamente ser un hombre, un “animal racional”; le ha concedido al mismo tiempo ser un “hijo de adopción”, le ha revestido de su gracia y ha venido a “habitar en él”. “Dios ha creado al hombre a Su imagen y semejanza”. A su imagen, dirían los Padres, eso significa: con un alma inmortal; a su semejanza, eso significa; con la gracia y la inhabitación de la Trinidad.”; ...”Dios le confirió al mismo tiempo, el don sobrenatural de la gracia santificante que hacía de él un hijo adoptivo en el que podrían habitar la Personas divinas. Esa gracia era de la misma esencia de la nuestra, pero sus condiciones existenciales eran diferentes. Manifestaba más visiblemente su soberanía sobre todo el ser humano. Fortalecía maravillosamente la triple dominación natural, más frágil y precaria, del alma sobre el cuerpo, de la razón sobre las pasiones, del hombre sobre el universo; de suerte que el alma mandaba sobre el cuerpo y no le soltaba, así que nada de sufrimiento, nada de muerte ni para el hombre ni para los niños; la razón gobernaba las pasiones; y finalmente el hombre gobernaba sobre el mundo, y la tierra era para él como un jardín, un paraíso, así que nada de trabajo penoso, nada de sufrimiento en el esfuerzo creador, nada de lucha cuerpo a cuerpo con la naturaleza. No es que el universo fuera diferente de este de ahora: los leones, dice Santo Tomás, no pacían en el paraíso terrenal, pero la relación del hombre con el mundo había cambiado desde que el hombre, alcanzado por los resplandores de la gracia, era otro.”... “La gracia adámica era en sí misma un don sobrenatural por esencia, invisible, misterioso. La triple confrontación  que suministraba al alma sobre el cuerpo, a la razón sobre las pasiones, al hombre sobre el mundo, pertenecía, al contrario, a los dones preternaturales, pudiéramos decir milagrosos”. ... “La gracia no era dada por Cristo, que aún no había venido; no era dada tampoco por anticipación en razón de la cruz futura...” (Era un estado de elección para el hombre)  “...La gracia adámica, depositada en el alma del hombre, venía a confrontar, por sobreemanación, el triple dominio del alma sobre el cuerpo , de la razón sobre las pasiones, del hombre sobre el mundo; todo eso se hacía  por un movimiento espiritual que descendía al encuentro de las cosas visibles”.  ... “Por el otorgamiento de dones preternaturales, transfiguraba, en una cierta medida, el estado de camino o de peregrinación. En razón de este carácter de poderío, podrá decirse que la edad de la gracia adámica es la edad del Padre. En efecto, es a la primera Persona de la Trinidad, al Padre, a la que se atribuye primero la omnipotencia. “Creo en Dios Padre todopoderoso, creador...” (La sabiduría se atribuye primero a la segunda Persona, y el amor, primero, a la Tercera, aunque el poderío, la sabiduría y el amor están en la esencia divina y pertenecen de manera común e inseparable a las tres Personas.) Además de este carácter de poderío, la gracia original tenía un carácter de virginidad. No tenía pecado alguno anterior que expiar, que reparar,  era como una juventud, una frescura, un primer comienzo: nada de la había precedido.”  ... “Si ese estado hubiera durado, si Adán no hubiera pecado, habría pasado de la transfiguración del estado de camino a la transfiguración del estado de gloria, sin conocer la muerte”. (Op. Cit. Pp. 125-131).

 

Hay que considerar que en el centro el jardín, había dos árboles, el de la vida, que proporcionaba la inmortalidad y el de la ciencia del bien y del mal, que proporcionaba la divinidad, el primero se daba por naturaleza, esto es, no había un mandato especial que regulara el acceso y consumo a su fruto, y el segundo por obediencia, esto es su efecto estaba ligado al ejercicio de una virtud que se consumaba cada día en el acto de cumplir el mandato de Dios. (López Padilla. Op. Cit. P. 327).

 

Luego entonces, tanto la naturaleza del mandato de Dios para preservar la vida del hombre le era perfectamente comprendida, tal cual la naturaleza de la seducción de la serpiente, esto es, que buscaba la muerte del hombre, que Dios estaba tratando de evitarle.

 

Por la naturaleza del dominio que Dios le dio al hombre, sobre los animales, y el conocimiento de los mismos, a tal grado de ponerles nombre de acuerdo con sus especies y atributos, el hombre conocía a todos los animales y por mucha astucia que tuviera la sierpe, la naturaleza de sus palabras para inducir a la desobediencia, atrajo de inmediato en el intelecto del hombre, la evidente contradicción contra toda la naturaleza que Dios había creado en el universo, la cual era “buena” (Gn. 1, 31).

 

Luego entonces, algo no estaba en orden, y eso era la serpiente, o un agente distinto que había asumido forma de serpiente, por cuyas palabras estaba grotescamente fuera del orden establecido por Dios, en todo sentido. El sentido común le dijo a Adán que era imposible que un animal tuviera más sabiduría que el hombre o que supiera que algo de lo que Dios había hecho y dispuesto estuviera mal.

 

En tales circunstancias, y siendo que Dios había dado al hombre señorío sobre todos los animales y las plantas, lo que correspondía era que Adán destruyera el fruto mordido por Eva, ya que la prohibición era no comer de ese fruto, no hacer cualquier otra cosa con este y con el árbol que lo producía. Bien pudo haberlo quemado o talado y enterrado sin cometer con ello alguna trasgresión, o darlo a comer a las vacas y los conejos. Enseguida, debió buscar a la serpiente y darle muerte y comérsela o enterrarla, y para que no hubiera más tentación. (Ver. Mt. 17, 8-9).

 

En el caso del árbol, su destrucción con todos sus frutos, no tendría consecuencias, ya que si no era para comerse, y al comer su fruto producía la muerte, pues entonces no servía para nada al hombre, sino solamente como un adorno peligroso.

 

Como nada de esto ocurrió, queda clara la responsabilidad del hombre en su elección. Journet explica:

 

“... el hombre no podía, al principio, pecar por sensualidad, intemperancia, impureza; porque mientras siguiera sometido a Dios, sus pasiones estaban sometidas a la razón. No podía empezar a pecar más que por la cima, es decir, rompiendo con Dios”.  ... “La caída ha sido una rebelión contra el amor de Dios, por querer el hombre, ser él mismo, no en Dios sino contra Dios: “Seréis como dioses (Gn. 3, 5). (Op. Cit. P. 132).

 

Cuando el hombre desobedeció a Dios, al dar crédito a la serpiente, con ese acto interior, --lucubrado en su inteligencia, permitido por su voluntad y luego confirmado por su acto-- previo a comer del fruto prohibido, y en la intención y la voluntad que lo condujo a comer, ya había cometido un agravio espantoso: atribuir a Dios la mentira (Gn. 3, 6).

 

Asimismo, al asumir que Dios les hacía un mal al prohibirles comer de dicho fruto, endosaban al creador la maldad respecto de sus creaturas, con lo que parece que pecaban en contra del Espíritu Santo.

 

Enseguida, al concebir en su interior la idea de poder realizar las mismas cosas que el Creador y ser omnipotentes, creadores de universos, asumieron que podían obtenerlo a través de una creatura, un árbol, un fruto que daba el poder decir lo que es bueno o es malo, tal como Dios lo hizo cuando creó todo (Gn. 1, 31). Una pretensión del todo ridícula cuya ocurrencia misma repudiaba toda la razón y el orden de la creación, y siendo que estaba prohibida, pues representaba un agravio múltiple contra la santidad de Dios de proporciones que solamente podían producir la muerte en el intento, por la distancia de naturalezas.

 

Por ejemplo, para quemar como el fuego, es necesario tener la naturaleza del fuego, ya que de no ser así, introducirse combustible para poder quemar, no evitará que al querer ser como el fuego e incendiarse, en ese mismo acto sea calcinado.

 

Pretender obtener el atributo de Dios de decir qué es bueno y qué no lo es, y para ello comer del fruto que proporciona tal atributo, sin ser Dios, solamente pudo producir la muerte, lo cual estaba claramente advertido.

 

Aunque Dios quería participar de su naturaleza al hombre, el medio lo proporcionaría Él mismo, con Cristo, porque era inalcanzable para el hombre. La inclinación a la divinidad que tiene el hombre, inscrita en su corazón por Dios y por la cual estableció a la obediencia como medio inmediato de alcanzarla –aspiración que se corrompió con los actos que lo llevaron a consumar la trasgresión, hasta su fin irremediable—tendría que esperar a la madurez de la historia de la humanidad, hasta que Cristo se hiciera hombre, lo cual se revelaría en el momento propicio.

 

Por esto decimos que el hombre es responsable único de su pecado, y no puede ni le está permitido culpar a otro de su acto contra el amor de Dios.

 

La mentira que prefirió quedó evidente ante la consecuencia (Gn. 3, 7 y 13), frente a la verdad de Dios, ya que se cumplió la muerte “sin remedio” para el trasgresor y en ningún momento el hombre se convirtió en dios conocedor de la ciencia del bien y del mal, como pretendió al obedecer al diablo, en lugar de a su Creador.

 

Precisa el Catecismo Oficial de la Iglesia Católica:

 

“396 Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Creatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, "porque el día que comieres de él, morirás" (Gn 2,17). "El árbol del conocimiento del bien y del mal" evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto creatura debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad.”

 

El hecho de que Dios haya impuesto tal prohibición al hombre, no tiene razón de ser sino en función del amor, del máximo amor de Dios para el hombre y tiene fundamento en la participación de su divinidad, que en Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre,  le iba a entregar, para dar satisfacción al  deseo de infinitud que puso en su creatura para ese destino, cuando determino hacerlo a su imagen y semejanza. Esto es porque en tal matrimonio de la divinidad con la humanidad que había decretado, convenía la existencia del amor y el santo deseo entre ambos. En el caso de la humanidad tal deseo debía santificarse por la obediencia, como conviene a una novia que ha de casarse con el rey de todo lo que existe.

 

El hombre tendría que reconocer la inclinación irresoluble de infinitud que solamente se llenaba con la posesión de Dios, al hacerse uno con Él, que se le regalaba con la gracia virginal y aceptar que no podía acceder a los atributos de Dios él solo sin morir, lo cual quedó perfectamente claro, incluso como mandato. Sin embargo, si tenía en su corazón esa inclinación, es porque Dios se la había puesto y tendría que esperar a que Él consumara el plan que tenía respecto de ello.

 

Esto es, que el hombre podría ser conocedor de la ciencia del bien y del mal, en su momento, como parte del Dios hecho hombre, en una sola persona y como juez de los ángeles (1 Cor. 6, 3); con Cristo, en Cristo y para Cristo, solamente.

 

Debía comprender y amar la distancia que como creatura tenía respecto del creador, hasta que pudiera comer del fruto del árbol y Cristo se lo diera, pues era el único que, siendo Dios y Hombre, salvaba la distancia y en Él estaba la facultad  para determinar lo bueno y lo malo, porque al mismo tiempo sería Dios. Cuando Cristo comiera de ese árbol, toda la humanidad lo habría probado y podía comer de ese árbol sin morir, y en ese momento el hombre tendría toda la satisfacción de sus anhelos, maduros y dulcificados por la obediencia, conocer la verdadera ciencia del bien, en Cristo, y juzgar a los trasgresores, los que se opusieron a Cristo, esto es, conocer la ciencia del mal, que consiste en la justicia divina.

 

Todo era por amor, y amor con amor se paga. Sin embargo, las cosas ocurrieron de otra manera.

 

Con la trasgresión, su consecuencia no fue la condenación eterna  irremisible e inmediata, porque Dios no lo determinó así; el hombre podría arrepentirse, pero sufriría la muerte física, la pérdida del estado de gracia, de la semejanza con Dios, la imposibilidad de entrar en la gloria de Dios, que para el ser que ha sido creado para ello, es la muerte. Quedó muy lejos eso de “ser como dioses”, creadores de mundos y seres, para determinar si eran buenos o no, como creyeron que serían al pecar.

 

“Es así como se explica el que Yahvé Dios diga que “el hombre ha venido a ser como uno de nosotros”. Es decir, el pecado cometido (...)   ha convertido al hombre  “como dios”, o incluso, lo ha hecho “otro dios”. (López Padilla. Op. Cit. P. 329).

 

Quedaba claro que en qué clase de “dios” se había convertido, un dios hecho por su acto de muerte, un verdadero dios de muerte, que engendra muertos, tal como lo había advertido Dios, un “no dios”.

 

Así, los hombres que se esforzaran en el bien, a su muerte física jamás entrarían en la gloria y mucho menos tendrían el acceso a la visión beatífica, mientras que en el caso de los malvados, estos sí obtendrían la condenación eterna a su muerte física.

 

Ello tiene una razón. Habiendo creado Dios al hombre a su imagen y semejanza, y siendo que esta imagen y semejanza perfectas las consumaría con la encarnación de la segunda persona de la Santísima Trinidad, su Hijo Jesucristo, resulta que la muerte que podrían tener los hombres tras la desobediencia, sería destruida por Cristo con su muerte en la cruz, con la redención, al tiempo de consumar la creación del hombre con la imagen y semejanza de Dios en Él, que realizaría en las entrañas llenas de gracia de María Santísima y consumaría con su resurrección. (Gn. 3, 14-15).

 

“388 Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la Muerte y de la Resurrección de Jesucristo (Cfr. Rm. 5, 12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino "a convencer al mundo en lo referente al pecado" (Jn. 16, 8) revelando al que es su Redentor.” (Catecismo Oficial de la Iglesia Católica)

 

De esta manera habiendo vuelto a crear todo el universo y dotando al hombre de la filiación divina, con la redención que sobrepasa el culto a Dios de su creación y expresa su amor eterno por el hombre, de manera gratuita y sin ninguna clase de merecimiento, resulta que aquellos que obtienen la imagen y semejanza con Dios son los que tienen la imagen de Cristo, porque le recibieron (Jn. 1, 12).

 

Con ello se fundamenta la explosión de amor de Dios para el hombre, ya que el accidente del pecado, en el concierto de las obras de Dios, fue motivo libre de su amor --no una condición-- para sobreabundar en gracia (Rm. 5, 20).

 

En contraposición, prefieren la condenación eterna los que no le recibieron (Jn. 1, 11) y prefirieron las tinieblas a la luz, porque se mantuvieron en sus malas obras (Jn. 3, 19-20), y lo hicieron libremente hasta morir en su pecado (Jn. 8, 21, 24).

 

Así, la responsabilidad total del pecado es del que lo comete, independientemente de si este se produjo a raíz de la tentación ya que el hombre comete y puede cometer pecados por sí mismo, aún sin la tentación. El que se condena queda fijado en su elección por el pecado y regularmente se trata de una elección de toda su vida, confirmada con multiplicidad de acciones en el mal que eligió.

 

Establecido lo anterior, es necesario hacer algunas precisiones sobre el pecado, y nada mejor que el catecismo:

 

386 El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

 

III El pecado original

 

401 Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (Cfr. Gn. 4, 3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (Cfr. Gn. 6, 5.12; Rm. 1, 18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como trasgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta, entre los cristianos, de múltiples maneras (Cfr. 1 Co. 1-6; Ap 2-3). La Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre:

Lo que la revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas (GS 13, 1).

 

Consecuencias del pecado de Adán para la humanidad

 

402 Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. S. Pablo lo afirma: "Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores" (Rm. 5, 19): "Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron..." (Rm. 5, 12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el Apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: "Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida" (Rm. 5, 18).

 

403 Siguiendo a S. Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es "muerte del alma" (Cc. de Trento: DS 1512). Por esta certeza de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los pecados incluso a los niños que no han cometido pecado personal (Cc. de Trento: DS 1514).

 

404 ¿Cómo el pecado de Adán vino a ser el pecado de todos sus descendientes? Todo el género humano es en Adán "sicut unum corpus unius hominis" ("Como el cuerpo único de un único hombre") (S. Tomás de A., mal. 4,1). Por esta "unidad del género humano", todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente. Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (Cfr. Cc. de Trento: DS 1511-12). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado "pecado" de manera análoga: es un pecado "contraído", "no cometido", un estado y no un acto.

 

405 Aunque propio de cada uno (Cfr. Cc. de Trento: DS 1513), el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada "concupiscencia"). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.

 

406 La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión del pecado original fue precisada sobre todo en el siglo V, en particular bajo el impulso de la reflexión de S. Agustín contra el pelagianismo, y en el siglo XVI, en oposición a la Reforma protestante. Pelagio sostenía que el hombre podía, por la fuerza natural de su voluntad libre, sin la ayuda necesaria de la gracia de Dios, llevar una vida moralmente buena: así reducía la influencia de la falta de Adán a la de un mal ejemplo. Los primeros reformadores protestantes, por el contrario, enseñaban que el hombre estaba radicalmente pervertido y su libertad anulada por el pecado de los orígenes; identificaban el pecado heredado por cada hombre con la tendencia al mal ("concupiscentia"), que sería insuperable. La Iglesia se pronunció especialmente sobre el sentido del dato revelado respecto al pecado original en el II Concilio de Orange en el año 529 (Cfr. DS 371-72) y en el Concilio de Trento, en el año 1546 (Cfr. DS 1510-1516).

 

407 La doctrina sobre el pecado original -vinculada a la de la Redención de Cristo - proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña "la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo" (Cc. de Trento: DS 1511, Cfr. Hb. 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (Cfr. CA 25) y de las costumbres.

 

408 Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de S. Juan: "el pecado del mundo" (Jn. 1, 29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (Cfr. RP 16).

 

409 Esta situación dramática del mundo que "todo entero yace en poder del maligno" (1 Jn.  5, 19; Cfr. 1 P. 5, 8), hace de la vida del hombre un combate:

A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo (GS 37,2).

 

III La diversidad de pecados

 

1852 La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: ‘Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios’ (5, 19-21; Cfr. Rm. 1, 28-32; 1 Co. 6,  9-10; Ef.  5, 3-5; Col. 3,  5-8; 1 Tm. 1, 9-10; 2 Tm. 3, 2-5).

 

1853. Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: ‘De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre’ (Mt. 15,.19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.

 

IV La gravedad del pecado: pecado mortal y venial

 

1854 “Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.”

 

1855 El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.

El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.

 

1856 El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación:

 

Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal... sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc... En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales (S. Tomás de A., s. th. 1-2, 88, 2).

 

1857. Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: ‘Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento’ (RP 17).

 

1858 La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’ (Mc. 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.

 

1859. El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (Cfr. Mc. 3, 5-6; Lc. 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.

 

1860. La ignorancia involuntaria puede disminuir, si no excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.

 

1861 El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.

 

1862 Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.

 

1863 El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. ‘No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna’ (RP 17):

 

El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión... (S. Agustín, ep. Jo. 1, 6)..

 

1864 “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Mc. 3, 29; Cfr. Mt. 12, 32; Lc. 12, 10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (Cfr. DeV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.

 

V La proliferación del pecado

 

1865 El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.

 

1866 Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano y a san Gregorio Magno (mor. 31, 45). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.

 

1867 La tradición catequética recuerda también que existen ‘pecados que claman al cielo’. Claman al cielo: la sangre de Abel (Cfr. Gn. 4, 10); el pecado de los sodomitas (Cfr. Gn. 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (Cfr. Ex. 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (Cfr. Ex. 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (Cfr. Dt. 24, 14-15; Jc. 5, 4).

 

1868 El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:

-participando directa y voluntariamente;

-ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;

-no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;

-protegiendo a los que hacen el mal.

 

1869 Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las ‘estructuras de pecado’ son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un ‘pecado social’ (Cfr. RP 16).

 

Recapitulando:

 

Los efectos del pecado son:

 

a)    Pérdida de la amistad divina por haberle dado la espalda y haberle preferido por cualquier otra cosa creada. Se pierde la gracia, la Caridad, la inhabitación de las Tres divinas Personas en nuestra alma. No es sólo carencia sino hay mancha, putridez (lenguaje de la Escritura) grave peso, suciedad, herrumbre, roña, impureza. Se pierden todas las virtudes infusas, sólo permanecen la fe y la esperanza muertas, porque les falta su alma, que es la caridad; y servirán de “memoria de Dios” para el arrepentimiento y la conversión, se pierden los méritos sobrenaturales adquiridos por nuestra unión con Cristo.

b)    Oposición consigo mismo: el pecado causa una división en el hombre total: con Dios, consigo, con el prójimo, con toda la sociedad. Esto produce remordimiento de conciencia que puede llevar al arrepentimiento o a la pérdida de autoestima necesaria para mantener la salud psíquica.

c)    Dimensión social y eclesial: el pecado personal, aún el meramente interior, perjudica a todo el Cuerpo Místico de Cristo (la Iglesia entera) y aún a toda la humanidad. De seres positivos que reflejan el rostro de Cristo nos pervertimos y reflejamos amargura o soberbia, ira, pereza, etc. No edificamos a la Iglesia, dañamos a los demás porque no aportamos nada positivo al dogma de la Comunión de los santos.

 

El pecado produce, como fuente, la cooperación al mal, esto es, cooperar al mal o al pecado es la realización de un acto que de algún modo facilita a otro cometer un pecado. El que lo comete sigue siendo el autor principal, pero hubo ayuda del que propicio su acción. Ejemplos sobran: en los medios de comunicación, los jueces, los médicos cuando ayudan a hacer el mal, los educadores, los empresarios que no viven la justicia, incluso los propios padres, los amigos, etc. Esto marca la intensidad como somos seres sociales.

 

Hay que distinguir entre cooperación al mal y escándalo. Éste último es cuando con nuestra actitud indujimos a otro a hacer el mal. Mientras el escándalo facilita la decisión de pecar, la cooperación al mal facilita la ejecución de ese mal propósito que el otro decide autónomamente

 

La cooperación al mal puede ser formal (es decir, voluntaria) o simplemente tolerada porque no hay otro remedio y no puedo evitarla porque se produciría un mayor mal: esto se llama cooperación material al mal. Cuando alguno se sirve de nosotros para hacer el mal y no podemos evitarlo, a pesar de manifestarle nuestro desacuerdo. Se puede dar en algunas situaciones matrimoniales, o en el caso de alcohólicos, etc. Puede ser legítima si no queda mayor remedio y depende del grado de cooperación (cercano o lejana), provocada indirectamente.

 

Cualquier cooperación formal es siempre ilícita; la material lo es en muchos casos. Tenemos obligación de contribuir, cooperar al bien, no al mal. Existen algunas circunstancias en las que hay que tolerar el mal: para que sea lícita es que haya puesto todos los medios para evitar ese mal y mi acción sea lícita y no hay otra opción, aunque tenga que sufrir un esfuerzo grande, si evito ese esfuerzo, ya mi cooperación material no es lícita.

 

Se siguen las mismas reglas del voluntario indirecto o acciones de doble efecto: intención recta, proporción entre el bien buscado y el mal que se puede presentar, proximidad de la cooperación. En acciones gravemente inmorales no cabe ninguna cooperación, ni material, al mal: homicidio, aborto, etc. Ejemplo: un profesional no puede hacer algo malo porque su cliente se lo pide, menos si se trata de un aborto, etc. Una conciencia débil acaba siendo una persona cómplice.

 

De la elección por el pecado y la intensidad de la misma, sea su origen la tentación o que se haya cometido sin esta, es que se genera la costumbre de pecar, el hábito de cometer uno o varios pecados, lo cual se puede prolongar por mucho tiempo, hasta que forma parte de la personalidad del sujeto.

 

Este hábito no necesariamente se convierte en una obsesión diabólica, aunque casi siempre da lugar a una posesión diabólica pasiva y el individuo establece un pacto de hecho con el diablo y se convierte, por estos actos, en su hijo, aunque parezca que no se de cuenta de ello, no lo crea, niegue serlo o presente costumbres piadosas o religiosas (Mt. 7, 21; Lc. 13, 25-30).

XIII. Los hijos del diablo