Llegado
al final de la exposición, me es necesario compartir con el lector la completa confianza que deposité en Cristo y en su Santísima
Madre, la Virgen María de Guadalupe, cuya protección me libró de ataques y embates y del diablo, que escuché que tuvo un amigo
mío debido a que también ha escrito sobre estos temas.
Aunque
en mi interior jamás pensé que pudiera ocurrirme alguna cosa de estas, distinta de las embestidas ordinarias que pasa cualquier
cristiano, según su estado de vida y virtud, quiero asentar que estaba expectante por si Dios permitía que algo de eso ocurriera.
Sin embargo, puedo decir que llegamos al final de esta exposición sin novedades de esa clase.
Es
importante señalar esto, para recalcar ante el lector, que es falso que Dios permita que el demonio consume venganza, por
lo que más bien el embate proviene de la condición humana de cada quien. Esto hay que vencerlo también, ya que solamente hay
que temer a Dios y, en casos como este, lo que provenga de la responsabilidad de quien no quiera saber lo que es necesario
para la salvación del alma, la cual debemos procurar, como dice San Pablo, refiriendo al Rey David, con temor y con temblor
(Flp. 2, 12; Sal. 2, 11-12).
No
voy a resumir el conocimiento o las reflexiones expuestas. Mas bien que es necesario tener delante el amor que Dios da, a
tal grado de entregarse a sí mismo al que lo quiere recibir, para participarle de su naturaleza, como hijo.
La
consideración de los temas expuestos pone a la vista la extraordinaria aventura que Cristo vive y a la que hemos sido invitados
a vivir al extremo. Cómo Dios creó al hombre para entregarle su naturaleza divina en Cristo, a sabiendas de lo que este haría
y cómo previó la manera de volverlo a crear de una forma totalmente asombrosa e inusitada, que supera todo entendimiento,
ya que en nada menguó su plan, en cuyo único original se levantaba, con absoluta y sorpresiva relevancia tanto para ángeles
como para hombres, la supremacía de Cristo, en cuyo acto levantó hasta sí al hombre y le reveló cómo todo esto lo hizo mediante
la Santísima Virgen María, en cuya persona constituyo Dios todo su plan creador y redentor.
Tales
consideraciones son absolutamente necesarias para darnos cuenta para qué hemos sido puestos en este mundo que se acaba y que
colapsará sin dejar rastro ni recuerdo de su existencia (Apoc. 21, 1). Ciertamente que en nuestra condición no es algo fácil y más bien es imposible que la inteligencia tenga
por cierto esto, más cuando la voluntad está entretenida en las cosas del mundo y la vida diaria. Sin embargo, aquél que pida
a Dios darle a conocer la verdad acerca de la caducidad de este mundo, no se lo negará.
Esta
petición es indispensable para determinarnos a hacer lo que es necesario para la vida permanente y para no entristecernos
por las adversidades del mundo pasajero, no sea que perdamos de vista la verdad de esta vida y de la vida futura, que llega
pronto, como la muerte de cada uno, sin aviso previo ni dilación o consideración alguna.
Quizá,
luego de determinarnos a caminar por el camino de la verdad y la vida, Cristo, haya que preguntarnos si hacemos lo necesario
por nuestra salvación y la del prójimo; si utilizamos todos los medios necesarios para poner delante de sí, --de la manera
apropiada y conveniente a la condición en que se encuentre respecto de su salvación, para que se determine a alcanzarla—las
realidades que esperan a los hijos de Dios y los hijos del diablo.
Habrá
el hermano y el prójimo que requiera de consejo, reflexión, ayuda directa o indirecta, amonestación y reprensión, del modo
apropiado que recomienda la prudencia y el propio San Pablo. Ello, en comparación de la medida extrema de entregar su cuerpo
al demonio, no parece tan dificultoso. Incluso el amonestar a ministros, cuyo enojo produzca la difamación y la calumnia en
contra de uno. En el caso extremo, quien teniendo conciencia de la necesidad de realizar tal acción, la omita pretextando
toda clase de consideraciones humanas, podría ser causa de la condenación de tal persona y con ello de la suya misma.
Ciertamente
que este tipo de acciones no son de lo más comunes y que por su naturaleza, incluso, nadie habla de ello. Tampoco lo hacen
los que tienen la responsabilidad primera de trabajar por la salvación de las almas. No por ello la responsabilidad de quien
tenga que hacerlo y no lo haga, desaparece o disminuye. En este caso, hay que poner delante de sí, aquello que dijo Cristo:
“Todo lo que queráis
que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mc. 7, 12).
Bien
señala el padre Amorth:
“Quien manda es el Señor,
que nunca nos pone pruebas sin darnos a la vez la fuerza para superarlas. Pero pobres de nosotros si por cobardía nos echamos
atrás y omitimos nuestro deber. Tenemos el don del espíritu, la eucaristía, la palabra de Dios, la fuerza del nombre de Jesús,
la protección de la Virgen, la intercesión de los ángeles y los santos... ¿no es tontería tener miedo de un vencido? (Gabiele Amorth. Op. Cit. P. 206).
Si
alguno sabe de esta clase de pecadores, que se han convertido en hijos del diablo y sabe en su interior que tiene que proceder
con tal medida, podrá, para liberarse de ello, acudir con sacerdotes y obispos, a quienes incluso les puede solicitar que
les imponga la obediencia de no hacerlo, pero si en su interior saben que deben entregar el cuerpo de estos tales, para la
salvación de su alma el último día, y lo omiten, no dejarán de dar cuentas de la perdición de tales desdichados. Lo mismo
aquellos sacerdotes y obispos a quienes se les diga de tal situación y lo nieguen, aduciendo lo que sea.
Sobre
este particular cabe advertir, que quien realice este tipo de acciones sin las condiciones necesarias --vivir en estado de
gracia, buscando siempre el reino de Dios y su justicia, y cargando la cruz de Cristo, habiendo agotado medios ordinarios,
tales como reflexiones, pláticas, amonestaciones, reprensiones, incluso con los medios humanos; además de oraciones, sacrificios,
ofrecimientos diversos a Dios,-- y por un genuino acto de caridad cristiana, corre el riesgo de que, en lugar de estar haciendo
un acto de amor con el prójimo, esté realizando un maleficio y echándole una maldición, con lo cual se hace reo de los juicios
que Cristo mismo señaló para quienes piensan, sienten y hacen el mal a sus hermanos. Corre el riesgo de convertirse en brujo
y hechicero e hijo del diablo.
Cabe
señalar que aunque toda maldad tiene su origen en el diablo, como sujeto activo, no es responsable de todo mal que ocurra
en el mundo, ya que el hombre puede llegar a ser por sí mismo malvado en extremo y realizar acciones aberrantes de maldad
y perversión, sin participación directa del demonio, y hasta asumiendo una postura de reto contra el maligno.
Otra
causal de que las cosas no anden bien lo es la propia condición humana, la forma de ser de las personas, sus limitaciones,
temperamentos, ignorancia, traumas, envidias, codicias, etc. Tal factor para las víctimas, muchas veces presenta analogía
con “trabajos” o maleficios, pero no son tales. Se trata del simple devenir de la vida en las relaciones con los
demás. No se debe caer en la falsa percepción de atribuirlo todo al demonio.
El
don del discernimiento de espíritus que desarrollan los hijos de Dios en el ejercicio de la virtud y una entrega ordinaria
a buscar el reino de Dios y su justicia, es herramienta suficiente para darse cuenta del agente que opera en cada caso, su
origen, los medios que utiliza, el fin que persigue y la manera en que debemos servir a Dios y al prójimo en cada caso.
Dejando
ese asunto aparte, no es suficiente reiterar en cuanto al enorme privilegio que Dios ha dado a quienes nos ha tocado vivir
en estos tiempos, primeramente para darle gracias por habernos dado la vida sobrenatural por el bautismo, sin la cual no tiene
caso alguno la vida natural que nos dio.
También
por brindarnos todo su auxilio para vislumbrar los misterios que ha querido revelarnos por Cristo; una obra portentosa que
sobrepasa toda imaginación, todo lo oído y visto por todos los hombres, de modo que no hay nada que se le pueda comparar, ni historia, ni aventura, ni gesta, heroísmo, narración o memoria que absorba
todos los sentidos, inteligencia y voluntad.
La
lectura de esta exposición deberá servir para entender la responsabilidad que ello implica, porque todo conocimiento es un
talento del cual hay que obtener ganancia, para no ser echados fuera (Mt. 25, 24-30), sobre todo cuando de ello dependen la
propia salvación y la del hermano.
Sin
más, encomiendo esta exposición a la Santísima Virgen María, a fin de que sirva para generar los frutos que Dios haya dispuesto
obtener de y por quienes la lean.
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