Luis
González
La
Violencia del Reino de Dios; Crucífer vs Lucífer
Tratado
de cómo escalar por el septentrión hasta el trono de Dios para ser semejante a Él.
“Desde
los días de Juan el Bautista hasta ahora,
el Reino de los
Cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan” (Mt. 11, 12).
Introducción
La violencia
de los hijos de Dios es distinta a la violencia humana. La primera es del cristiano contra sus malas inclinaciones y en cumplimiento
de los mandamientos de la ley de Dios; para vivir plenamente la gracia de Dios que se expresa con las virtudes teologales:
Fe, Esperanza y Caridad y las virtudes infusas con relación a los medios, que son las virtudes morales o cardinales: prudencia,
justicia, fortaleza y templanza. Asimismo con los frutos del Espíritu Santo, que son: Caridad,
Gozo Espiritual, Paz, Longanimidad, Afabilidad, Bondad, Fe, Mansedumbre y Templanza.
Ello además
de las Bienaventuranzas Evangélicas, consistentes en ser mansos y humildes de corazón, el llanto, el hambre y sed de justicia,
ser misericordiosos, limpios de corazón,
ser pacíficos y padecer persecución por la justicia es el Reino de los Cielos.
Asimismo, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, hospedar al peregrino o al que va de camino, vestir
al desnudo, visitar al enfermo y al prisionero.
Esta violencia
genera una constante tensión que no termina sino con la muerte del cristiano y se expresa con la guerra sin descanso y sin
concesión alguna al mundo, al demonio y la carne.
La guerra es
contra nosotros mismos y la fortaleza del gladiador, del soldado de Cristo, se expresa con la capacidad de atacar la simiente
del pecado cuando esta surja desde el interior, de atacar y actuar con el ejercicio de las virtudes en la relación con el
prójimo y con los enemigos de Cristo, así como de resistir en la posesión de la Gracia Santificante y el embate del enemigo, hasta llegar al martirio.
El Señor dijo
que aquel que quisiera servirle, que tome su cruz de cada día y que le siga. Por esa razón el que toma la cruz de Cristo,
la toma para llevarla todos los días de su vida, la porta como una identidad de su ser.
El que porta
la Cruz de Cristo porta en ese acto la redención de la humanidad,
la de sí mismo, y todo lo que eso significa, ser templo vivo del Espíritu Santo, hijo de María, hermano de Cristo y en quien
se completa lo que falta a la pasión de Cristo, como miembro de su cuerpo místico, la Iglesia.
Por eso el
que porta la cruz de Cristo es un Crucífer, o Crucífero. En contraposición Lucífer
portaba la luz, pero no quiso portarla más, porque se rebeló contra la voluntad soberana de la Santísima Trinidad que dijo: Hagamos al Hombre a nuestra Imagen y Semejanza,
siendo que ese Hombre sería Cristo, prefigurado en Adán y siendo que esa Imagen y Semejanza –oculta en ese momento a
Lucifer y a los ángeles que los siguieron en la rebelión—es la
Santísima Virgen María, de quien saldría el Dios hecho Hombre.
Para el demonio portar la luz no
fue suficiente para librarse de la prueba ni garantía de obediencia a la voluntad de Dios o de perfección en su naturaleza.
Tenía que mostrar su amor a Dios, pero lo que demostró fue su odio y su desprecio a la voluntad soberana, por eso le fue quitada
la luz y arrojado a las tinieblas del abismo.
Aquel que conozca la voluntad de
Dios debe cumplirla, para ser confirmado en la salvación y en la santidad. Aquel que conozca la voluntad de Dios y la desobedezca
o se oponga a ella es reo del castigo.
Para Lucífer portar la luz era la
primicia para poder haber sido confirmado para poseerla.
Para aquel que quiera seguir a Cristo
cargando su cruz de cada día la obligación es hacerlo tal cual lo hizo Cristo, que se hizo uno con la Cruz de la Redención
cuando finalmente fue clavado a ese árbol de la vida con clavos en sus manos y en sus pies, de manera que la sabia del madero
y su sangre se hicieron una sola mezcla, para sacar de allí a la humanidad nueva y santa.
Portar la Cruz de Cristo es hacerse un con esa Cruz, ser crucificado en ese madero santo para adquirir
la sustancia de la sangre redentora de Cristo que se mezclará con nuestra voluntad hasta hacerla una sola.
Ser crucificado con Cristo debe
serlo por la entrega de amor, ya que es la razón por la cual Cristo vino al mundo a hacerse Hombre y a sufrir, morir y resucitar
por nosotros.
Portar la Cruz de Cristo de manera perfecta es que tal acto diario y permanente es con la voluntad
y la inteligencia totalmente transformadas en la caridad perfecta, que expulsa todo temor, donde tal transformación se adquiere
en el acto mismo de la entrega por amor a portar la cruz como Cristo lo hizo.
Para lograr tal portento, solamente
María es quien puede producir a quien se crucifica como Cristo, ya que Ella es Madre de Dios. Por tal motivo nadie puede transformarse
en Cristo si no sale de María.
Sabemos que Dios creo a todas las
cosas del universo, las visibles y las invisibles, y que creó al hombre a su imagen y semejanza para hacerlo señor de todo
lo creado. Sabemos que creó al hombre dándole la dignidad del entendimiento y de la libertad, y de contener en su naturaleza
a todas las demás naturalezas creadas y también con la capacidad de poder tener la naturaleza divina increada, por participación.
Para esto último sabemos que en un insondable misterio de su amor decidió hacerse hombre para que con este acto, quedara divinizada
en el hombre toda la creación. Elevó al hombre a su dignidad y naturaleza divina por participación, en el acto más grandioso
y delicado de su amor.
Sabemos que muchos ángeles decidieron
no obedecer la voluntad de Dios y que por eso fueron expulsados del cielo y que estos ángeles se convirtieron por esa desobediencia
en demonios, encabezados por Lucifer, quien intentó destruir al hombre, induciéndolo al pecado, a fin de que Dios no se hiciera
hombre sino ángel para que así él se convirtiera en dios. Sabemos que ante ese hecho, Dios decidió que además de hacerse Hombre,
sería redentor del género humano, a través de la cruz, de su pasión, muerte y resurrección, con lo que recreó a todo el universo
y también que fundó la Iglesia, que es la reunión de todos
los bautizados, la cual a través de sus ministros enseña la Buena Nueva,
administra los sacramentos de la salvación, con los que santifica al hombre y ella misma se constituye en sacramento de salvación.
Sabemos el que demonio lucha para
destruir a la Iglesia, introduciéndose dentro de ella para
vaciarle de su contenido, de su misión y de su naturaleza, para quedarse solamente con el cascarón de las exterioridades y
del poder humano; para eliminar su misión salvífica eliminando en los hombres las acciones que conduzcan a la salvación, exaltando
en su lugar la ideología, las apariencias, los fingimientos y las simulaciones. También induciendo la persecución en contra
de quienes practican y promueven la sana doctrina.
Sabemos que Cristo nos advirtió
que esto sucedería, no solamente en el Evangelio sino también en el Libro de la
Revelación y nos aclaró perfectamente que no por eso su Iglesia dejaría de ser santa y que a pesar de estos
ataques e infiltraciones continuará como sacramento de salvación, aunque en ella subsistiría tanto el trigo como la cizaña,
los cuales serian separados al final de los tiempos por sus ángeles. En la
Revelación la cizaña que ha crecido junto al trigo se manifiesta como una mujer: la gran prostituta, madre
de todas las abominaciones, que fornica con los reyes de la tierra y que se embriaga con la sangre de los santos.
Es necesario aguzar el aguijón del
entendimiento y el oído del espíritu para saber lo que el Espíritu Santo dice a las Iglesias.
El perfil del guerrero al que somos llamados es el de aquel que unido
a Cristo y a su Iglesia, tiene mayor resistencia. Soporta más humillación en silencio, soporta mayor dolor sin quejarse, soporta
mayor incomodidad, mayor soledad. Soporta más miedo y más angustia, más embates de cualquier índole. En fin, soporta más dolor,
sea cual fuere su naturaleza, que cualquiera otra persona.
La espada solo sirve contra las
siete bestias interiores, contra el mundo del pecado y contra los demonios que pululan en los aires y con los que tarde o
temprano habrá de soportar prolongadas y encarnizadas luchas.
La guerra no es contra nuestros
hermanos, a quienes servimos en silencio y de buena gana. En este oficio habrá ocasiones para corregirle –habiendo sacado
primero la viga de nuestro ojo—con caridad e incluso con rigor, buscando la salvación de su alma, sea este pobre o rico,
seglar o monseñor, como lo ordenó el Señor, primero a solas, luego con testigos y luego denunciándolo ante todo el pueblo.
Si hinchados de soberbia pretenden
justificar sus acciones –incluso argumentando las cosas de Dios, llamando santo a lo que cuadra su capricho y lo que
no les agrada lo llaman ilícito—la denuncia debe ser ante todo el pueblo, solicitando ayunos y oraciones por estos hermanos,
que en ocasiones suelen ser allegados a las esferas del poder eclesiástico o prelados, lo cual sin embargo no debe detenernos,
ya que el Señor nos da la armadura y la espada de la Fe.
En este trabajo no olvidemos que
“muchas tribulaciones ha de sufrir el justo, pero de todas ellas lo libra el Señor”, quien seguramente nos someterá
a la prueba de la persecución para probar nuestros frutos, y como dignos guerreros habremos de soportar fieles hasta el final,
porque solo así podemos tener alegría.
Es practicando de noche y día la
justicia, en constante oración y pidiendo sin cesar la fuerza y la sabiduría del Espíritu Santo, como se adquiere el discernimiento
de espíritus, del que habla San Pablo.
Conviene antes de todo, reconocer
que somos pecadores y que como tales, mientras no nos hayamos levantado del pecado mortal o del venial voluntario, hemos sido
cizaña en los campos del Señor.
Hecho esto y habiendo recibido el
sacramento de la reconciliación, habremos sacado la viga de nuestro ojo y tendremos la luz del Espíritu Santo para conocer
el terreno en donde habremos de luchar por Cristo y dar la buena batalla.
Ningún hombre es el enemigo, por
muy malvado que parezca y por muy perversos que sean sus actos, sino el demonio, que esclaviza al hombre y lo mantiene postrado
en el pecado, encadenado y sufriente. Es como un Cristo encadenado en la cárcel a quien debemos visitar con la oración, el
sacrificio, la caridad y el amor. Esto sin embargo no nos limita para ejercer la denuncia profética, siguiendo estrictamente
las enseñanzas del Evangelio y los cánones de la Iglesia,
de modo que primeramente hay que hacer ver su mal proceder a la persona. Si no se convierte, hay que hacerle ver su mal comportamiento
frente a dos testigos, y si aún así no se convierte hacerlo frente a toda la comunidad, y si aún así no se convierte, tenerlo
por pagano.
Esto último quiere decir que debemos
ejercer una mayor misericordia con tal hermano, con sacrificios, ayunos y penitencias para su salvación, incluso hasta morir
por ellos, como lo hizo el Señor. Esta conducta se debe aplicar sin distinciones de personas, trátese de gente humilde, de
nosotros mismos, de poderosos o prelados. Ello sin temor alguno, dado que daremos cumplimiento cabal del mandato de Cristo
y Él mismo nos ha dado y nos seguirá dando los instrumentos para cumplir estrictamente esta que es su voluntad.
En la Iglesia es donde habremos de discernir el trigo de la cizaña. Debemos conocer la naturaleza
de la cizaña, debido a que mientras un hombre esté vivo, tiene la oportunidad de salvar su alma, por lo que al conocer la
naturaleza de la cizaña podremos ayudarnos y ayudar a que no quede fijado en el pecado y perder el alma, la cual, de ser enviada
al infierno será fijada en el estado de cizaña y su destino será el de arder por toda la eternidad.
En este orden de ideas conviene
recapitular en algunos aspectos bien conocidos de todos, a fin de proponer las soluciones más convenientes.
Sabemos que el demonio opera entre
las masas a través de la ideología, definida esta como un sistema de creencias por las cuales un grupo de poderosos impone
a la mayoría de personas una concepción particular del universo para mantenerlas en un estado de explotación económica. Su
naturaleza es de un lazo invisible que postra al ser humano en una serie de actitudes, conductas y creencias que cree verdaderas,
con las que rige su vida.
La ideología es un sistema profundamente
perverso por su sutilidad adormecedora, la cual impide a la inteligencia darse cuenta del daño mortal que origina al hombre
y paraliza a la voluntad de modo que el sujeto no quiere siquiera pensar, mucho menos desea otras acciones que lo liberen
del yugo, como pedir ayuda.
Una parte de esta ideología se opera
libremente y con gran fuerza en el interior de la Iglesia. Debemos
aclarar que el sistema de la organización en el que se fundamenta el orden jerárquico de la Iglesia no es malo y fue diseñado para hacer el bien y cumplir la finalidad salvífica de la Iglesia.
Sin embargo, tal como el demonio
suele citar las escrituras para engañar al hombre, esta estructura puede serlo también, cuando no sirve al fin para el que
fue diseñada. Consideramos sin embargo que siendo la Iglesia
esposa de Cristo, aunque la estructura sea utilizada por algunos para fines diferentes de los que fue creada, Dios la endereza misteriosamente para cumplir su misión verdadera. Esto no quiere decir que por ello debemos
olvidarnos para dejar todo el trabajo al Espíritu Santo, sino que nos alerta al trabajo esforzado por el Reino de Dios y su
justicia.
Muchas veces la estructura es utilizada
por quienes sirven al poder y al dinero más que a la salvación de las personas. En este hecho se fundamenta la operación y
difusión de ideología desde el seno de la Iglesia, que reiteramos,
no por eso deja de ser Esposa de Cristo, santa y sacramento de salvación, sino que es víctima de quienes se sirven de su consagración
sacerdotal para servir al poder y al dinero, prostituyéndose a sí mismos. Con estas acciones los hombres prostituyen la relación
del sacerdote con los fieles, quedando sin embargo inmaculada la función sacerdotal por la gran misericordia y amor de Dios
por el hombre y por ser Cristo la cabeza de la Iglesia.
En la secuencia de acciones sacerdotales
que son santas y las acciones de servicio al dinero y al poder es donde el demonio y las inteligencias embotadas por las preocupaciones
de este mundo confunden su naturaleza, haciendo parecer que son lo mismo. Tal apariencia llevada al máximo en todos los sentidos,
constituye el entramado de la ideología que quienes por sus acciones se constituyen en enemigos de Cristo, difunden desde
el seno de la propia Iglesia.
No deja de ser una enredadera donde
las raíces de la cizaña se encuentran entrelazadas con las del trigo, ante los cuales nuestra acción es la de santificamos
y enseñar a los demás a santificarse. No estamos llamados a desenredar, porque esa acción corresponde a los ángeles al final
de los tiempos, el día de la siega, cuando cortarán trigo y cizaña y luego las separarán para depositar el trigo en los graneros
del Señor y echar la cizaña al fuego.
En este fenómeno podemos discernir
que la cizaña son las acciones pecaminosas de quienes utilizan la estructura y partes de la sagrada escritura, para fines
distintos de la salvación de los hombres.
Podemos también identificar que
el conjunto de personas que cotidianamente actúan utilizando a la estructura y a las sagradas escrituras con fines exclusivos
de poder o de intereses económicos o de cualquier naturaleza distinta de la salvación de los hombres alimentan y robustecen
esa cizaña que tiene sus raíces entrelazadas con las raíces del trigo. Aquel conjunto de acciones crean y mantienen a la gran
prostituta de la que habla la Revelación.
Aclarado lo anterior conviene resaltar
que la Eucaristía es el sacramento que trasciende a la creación. Es precisamente la Eucaristía
la que mayores afrentas de la ideología ha recibido. El demonio trabaja a toda costa por nublar las vista y el entendimiento
con todos los medios para la desacralización de que dispone, a fin de que los fieles no correspondan al Sacrificio de Cristo
debidamente, ni se unan con Él.
Tal desacralización ha sido responsabilidad
de los sacerdotes y obispos que sirven al poder y al dinero o que con negligencia han dejado que el demonio haya construido
una muralla de desacralización que impide al ojo del espíritu de los fieles hacer su parte para corresponder al sacrificio
eucarístico y aunque está a la vista, no alcanzan a mirar el inmenso amor que Dios nos manifiesta al través suyo.
Paulatinamente los sacramentos han
sido enterrados con un lastre de ideología como actos sociales y eventos propicios para fiestas familiares donde impera la
exclusiva convivencia humana. El sacramento por el que nos reconciliamos con Dios es abandonado. Numerosos ministros imponen,
en el mejor de los casos, una hora a la semana para confesar. En el mayor de los casos olvidan esta obligación y en sus homilías
no exhortan a los fieles a la confesión. En lugar de ello la invitación es a seguir a Cristo de modo ambiguo o en la serie
de acciones de grupos parroquiales, que en la mayoría de los casos no tienen a los sacramentos como su fin.
Cerrada la puerta de la reconciliación,
o sustituida por puertas pintadas en la pared, promueven las numerosas acciones de grupos parroquiales, cuyos objetivos diversos
en muy contados casos conducen a la conversión verdadera y que promueven que con el hecho de participar en reuniones parroquiales
y de estudios, o en participaciones en eventos que confluyen con los intereses del párroco o de los obispos, alcanzarán la
salvación. De esta manera, en las homilías y exhortaciones se impone la imagen de que atender las cosas de Dios equivale a
asistir a las reuniones de grupos parroquiales y a participar en sus eventos, retiros, pláticas, etc. Cooperar económicamente
se ha convertido en un gran negocio y es ampliamente promovido y su valor se ha exacerbado hasta ponerlo en lugar de la compunción
y del servicio a Cristo en el prójimo como lo manda el Evangelio, tal como ocurría en tiempos de Cristo, cuando para los escribas
y fariseos era más importante entregar dinero al templo que socorrer las necesidades de sus padres. Las cooperaciones para
construcción de templos son las más socorridas como sustituto.
Independientemente de las intenciones
con las que se realicen estos eventos por parte del clero, debemos ponderar que cuando los fieles participan en ellas con
la Fe de estar sirviendo a Cristo, son acciones que sirven a
la salvación de las personas, como lo expresa la doctrina de la Iglesia
y como nos enseñó el Señor cuando la viuda depositó dos monedas en el tesoro del templo. Con ello la misericordia divina viene
a transformar las acciones humanas en acciones divinas según lo declara San Pablo a decir que todo lo que hagamos los hacemos
en Cristo cuando tenemos caridad.
En el análisis masivo del fenómeno
ideológico en la Iglesia, resalta la particularidad de la
dialéctica de la acción, esto es que en la mayoría de los casos, tanto sacerdotes como fieles cumplen determinados roles según
el escenario en el que se encuentre la persona. Así, no solamente los sacerdotes, sino el grueso de los fieles se encuentra
sumergido en una vertiente de simulación promovida con las acciones de muchos consagrados, por el cual, en actos litúrgicos
se comportan de una manera, como lo marca el libreto del "fiel asistiendo a acto litúrgico" y saliendo van a actuar los otros
roles, según los libretos respectivos, con lo cual se fractura irremediablemente la continuidad del sacrificio de Cristo en
la vida cotidiana. Dentro del templo es un libreto y fuera se cumple otro rol, el que corresponda.
De este modo los actos litúrgicos,
las homilías, los consejos, los análisis de las escrituras, las emulaciones y todo lo que hace el sacerdote, a los ojos del
pueblo son presentados como simples actos humanos por la ideología dominante; como escenificaciones teatrales. Incluso las
exhortaciones a una vida mejor forman parte de la puesta en escena.
Los vía crucis que se escenifican
por las calles en Semana Santa vienen a ser lo mismo. Con ello, el auxilio divino es ocultado a los ojos de los hombres con
toda clase de humos que impiden al hombre percibir el amor de Dios. Lo grave de esto es que proviene de los propios ministros
del culto, quienes por desidia, por pereza, por seguir la corriente imperante en la diócesis, para no tener problemas con
los grupos de poder que controlan las comisiones diocesanas, por miedo o por cualquier pretexto, dan curso a echarle tierra
a los instrumentos de la salvación del hombre, para que no sean percibidos.
Nos encontramos frente a los efectos
de la desacralización a gran escala. Sabemos que a pesar de esto los sacramentos son santificantes, aunque no nos demos cuenta
de ello, o a pesar de que sus ritos sean presentados como puestas en escena. Esta es la barrera que ponen inconcientemente
los propios ministros entre Cristo y sus fieles, a instancia del demonio, único interesado en que los hombres no se salven.
Numerosos obispos, preocupados por
las cosas de este mundo, como el dinero y el poder, aunque conocen el mal, no hacen nada por remediarlo, o sus voces son opacadas
por la misma vorágine ideológica. El resultado es que exclusivamente mantienen el sistema de cosas tal cual está, dando curso
a sus proyectos pastorales, reuniones de análisis, metodología y todos los medios que suelen utilizar, dando la sensación
y la apariencia de que con esto ya se ha cumplido el objetivo salvífico.
Ante ello el trabajo del cristiano
consiste en santificarse a sí mismo y enseñar a todos la simplicidad de la salvación, consistente en cumplir los 10 mandamientos
en un estado de compunción del corazón como acción diaria e incesante que surge de la meditación intelectual e imaginativa
de la Pasión de Cristo. Todo ello en comunión con la Iglesia.
La vivencia de estas cosas repugnan
a muchos, especialmente a fieles, sacerdotes y prelados amantes del poder y del dinero, porque el demonio ha sembrado durante
muchos años el desconocimiento de este camino insustituible de salvación y porque muchos sacerdotes, incluso obispos, que
respaldan la autoridad de su enseñanza no en el ministerio que les dio Cristo, ni en acciones concretas y diarias de santificación
personal, sino en documentos escolares del que ha asistido a universidades y a tomado multiplicidad de cursos en el extranjero.
Para ellos estas cosas de la compunción y de la imitación real de Cristo, con hechos, no con palabras, son simples son cosa
del pasado.
Ante ello es de esperarse ataques,
difamaciones, obstaculizaciones y toda clase de situaciones que vendrán, incluso de conocidos y familiares. En la medida en
que seamos fieles a Cristo con nuestras acciones, tendremos a disposición las herramientas no solamente para soportar estos
embates, sino para hacerles frente y vencerlos con facilidad, como ya hemos visto en asuntos privados y públicos, estos últimos
donde también la realeza de Cristo impera cuando hay guerreros que luchen en esos terrenos y donde el Señor, tras gustar de
la fidelidad y la humildad de sus hijos, humilla hasta el suelo a los poderosos, como bien ha proclamado la Santísima Virgen María.
Esta empresa no es para temples
que no desean la llaga en el hombro, los azotes en la espalda, los escupitajos en la cara, los clavos o las espinas en la
cabeza, como los sufre permanentemente Cristo por nuestro amor.
Sabemos que sin Cristo nada podemos
hacer y que por muy fuerte que sea nuestro el temple para soportar los embates en el camino de la misión, esa fuerza no sirve
de gran cosa y más bien se convierte en un engendro de soberbia, sin la fuerza de Dios.
Tampoco hay temple por mediocre
o inútil que parezca, del cual el Señor no pueda hacer una roca firme. De este modo más vale saber que las fuerzas humanas
solas nada tienen que hacer en esta justa e incluso quien se atenga a estas exclusivamente obra como cizaña y enemigo de Cristo.
Debemos asegurarnos de estar concientes
de que somos siervos inútiles sin posibilidad alguna de triunfo, ni el más mínimo, y que debemos obtener el poder de Dios,
utilizando las herramientas que a continuación enseñaremos para obrar como auténticos portadores de Cristo, portadores del
Espíritu Santo, revestidos de las virtudes de la Santísima Virgen
María, hasta terminar nuestra misión y recibir el galardón prometido a los vencedores, del que habla San Pablo.
Sentados y guardando silencio para
escuchar, el Espíritu Santo responde a la pregunta: en medio de todo esto, ¿qué debemos hacer?
Todo el edificio espiritual del
templo de Dios que habremos de construir se encuentra en la Pasión
de Cristo, que debemos abrazar con cada uno de nuestros actos de la vida.
El primer paso es hacerlo nosotros
y una vez hecho esto, enseñarlo a los demás, con el poder del Espíritu Santo.
Este camino lo explicamos a continuación
y es lo que debemos empezar a hacer desde hoy y recomendamos ampliamente, para quienes deseen profundizar en él, reflexionar
con los siguientes textos: “Jesucristo, Ideal del Monje” y “Dios Revelado por Cristo”, de BAC; “La Virgen María”, del padre Antonio Royo Marín, también de BAC;
“Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María”, de San Luis de Montfort, “Maestro
Bruno, Padre de Monjes”, “Colaciones”, de Casiano y la “Regla de San Benito”.
Este pequeño tratado explica, con
fundamento en la doctrina de la Santa Iglesia y las
enseñanzas de los doctores de la Iglesia y las Sagradas
Escrituras, la manera de escalar el septentrión, esto es la vida divina que se nos entrega por la septiforme gracia del Espíritu
Santo, para llegar al santo de los santos del templo y trono de Dios, que es la santísima Virgen María, en cuyo seno Ella
habrá de transformar nuestra naturaleza humana, en la de Dios por participación.
I.
Volver a Dios
1.- Independientemente de nuestro
estado de vida, todas nuestras acciones deben ser un retomo a Dios, por el derecho que Dios tiene de que así lo hagamos, porque
Cristo murió por nosotros y le debemos corresponder con nuestro amor. Debemos volver a Él debido a que el pecado nos ha apartado
de su presencia desde el mismo momento de nuestro nacimiento. Estábamos lejos (Efes., 11.13), dice San Pablo, habiendo dejado
por nuestra propia voluntad al bien eterno, infinito e inmutable para el que fuimos creados, que es Dios, para inclinarnos
hacia los bienes transitorios, hacia las criaturas. Eso es el pecado; preferir a la criatura en lugar del creador.
2.-Si queremos retomar a Dios, es
necesario que rompamos todo lazo desordenado con la criatura para entregamos solamente a Dios. Esto es la conversión, que
se da por una serie de acciones continuas por las que evitamos el pecado y nos alejamos de los afectos desordenados por las
criaturas y de todos los móviles humanos, para buscar con todo nuestro ser y con todos nuestros actos solamente a Dios, cualquiera
que sea nuestro estado de vida.
3.-No puede haber compatibilidad
entre Dios y el pecado (II Cor., VI, 15). Se engaña aquel que crea que sirve a Dios, pero que no rechaza con todo su ser al
pecado, sea cual fuere. Dios no se va a comunicar con la persona que no trabaja siempre por no cometer el pecado y tampoco
con quien no detesta al pecado. Sin embargo existe en muchas personas la creencia de agradan a Dios solamente practicando
algunas obras, con sus obligaciones de estado y confesándose cada vez que cometen pecado mortal. Creen que Dios se les comunicará,
lo cual es totalmente falso. La persona debe rechazar con todo su ser al pecado y luchar continuamente contra las tentaciones.
4.-El vientre donde se gestan los
pecados está constituido por la inclinación humana hacia el deleite de los sentidos, conocido como concupiscencia, y a la
soberbia. Estas inclinaciones están latentes siempre en nuestro corazón, asomando como invitaciones. Pertenecen a nuestra
naturaleza herida por el pecado de nuestros primeros padres, sin embargo para que se conviertan en actos, requieren de nuestra
aceptación y así como sucede en el orden natural, ocurre también en el sobrenatural. Las células que dar origen a un ser humano
son invisibles al ojo, sin embargo producen un portento de la naturaleza que Dios ha creado. En el orden de la gracia ocurre
lo mismo, los actos por muy pequeños que sean, revestidos de los méritos de Cristo son portentos de gracia y de salvación
del hombre. Los pecados, por su parte, nacen de la inclinación del hombre, del demonio o del mundo cuando son aceptados por
la voluntad. Estos dos elementos forman al pequeño engendro mortal al que hay que estrellar contra la piedra angular, que
es Cristo, para que mueran.
5.-Las personas que son presas del
pecado o que caen en pecados de cualquier dimensión, han vivido un proceso. Esto no ocurre de buenas a primeras. Es el resultado
de una serie de acciones consecutivas que alimentaron al engendro que vino a ser primeramente un embrión el cual fue alimentado
con la sustancia de otros embriones o engendros de diversos tamaños que son: el orgullo, el amor propio, la presunción, la
sensualidad, la desidia, la pereza y la falta de temor de Dios. El pecado mortal ocurre cuando en un momento dado el engendro
ya es lo suficientemente grande para nacer y viene el demonio, su padre, a presidir con la tentación. Con un escenario de
esta naturaleza, el alma se tambalea y la gracia es expulsada, dando paso al pecado, al engendro que ha sido alimentado de
poco a poco desde tiempo atrás.
6.-Es imposible pretender santificar
nuestra vida y servir a Cristo si no tenemos conciencia de este fenómeno y si con nuestros actos no nos hemos determinado
día con día a impedir la concepción del pecado al conjuntarse nuestras inclinaciones con la aceptación de nuestra voluntad.
En cada acto es preciso exterminar al engendro en el momento mismo en que este busca ser concebido. Sea que la pulsión venga
de nosotros, del demonio o del mundo, es preciso estrellar su cabeza en la roca que es Cristo.
7.-Tal acción exterminadora es la
simiente de nuestro linaje guerrero, de allí venimos y de allí obtenemos el poder de nuestro linaje y es un trabajo que nos
debe acompañar hasta el momento mismo de la muerte y que no se debe descuidar ni un instante, bajo advertencia de que quien
así se durmiera, pensando que ya mucho ha luchado y que tiene suficiente fuerza y experiencia para combatir a los engendros
después de su concepción, habiendo dejado que se junten los elementos que los constituyen, con este mismo acto esta engendrando
al monstruo que le cortará la cabeza y le destruirá y arrastrará hacia las cadenas de los que no supieron ser verdaderos guerreros,
hundidos en el pecado y al borde del infierno.
8.-Toda nuestra lucha consiste en
exterminar a todos estos engendros de nuestra alma, de nuestra mente, de nuestro corazón, antes de que se conciban. No podemos
acabar con la matriz, que está entrelazada con la matriz de la virtud, como la raíz de la cizaña con la del trigo. Ello será
hasta el día de nuestra muerte y lo hará Dios mismo, quien nos fijará finalmente en el estado de la gracia y nos premiará
con su gozo eterno. Será hasta ese momento cuando nuestra lucha termine. Por ello debemos estar podando diariamente y a toda
hora, velando constantemente, que el pecado sea exterminado desde su misma concepción, cuando asoma su simiente hay que destruirlo,
sin contemplación, sin miramiento, sin consideración alguna, sin pensarlo, sin un segundo de espera.
9.-¿Cómo discerniremos cuando va
a engendrarse un pecado? En nuestra regla tenemos los instrumentos de las buenas obras: son 72 que recomienda un guerrero
que nos ha precedido en la regeneración de los derechos divinos del hombre: San Benito. Por eso recomendamos aprenderlos de
memoria.
10.-Sabiendo cuales son estos engendros
y como nacen, viene una cuestión fundamental en la vida del guerrero. ¿De donde sacaremos las fuerzas para poder eliminar
a cuanto engendro quiera tomar ser de nuestras entrañas? De la compunción del corazón.
11.-Así, nuestro trabajo es doble,
primero es un trabajo de discernimiento constante y presente siempre, e inmediatamente un trabajo de obtener el poder que
nos permite cercenar la cabeza a cada engendro.
12.-Los pecados veniales son engendros
que pueden nacer sin que nos demos cuenta, pero al darnos cuenta debemos exterminarlos. También pueden nacer porque los consintamos
deliberadamente y después los exterminemos con una confesión o con alguna buena obra. Esta última actitud es una trampa mortal
del demonio a través de lo que guerreros antiguos llamaban "logismoi", demonios que nos quieren hacer creer que no pasa nada
si toleramos esos pecados veniales. Es una trampa y caer en ella no es propio de un guerrero de Cristo, porque mantiene a
quien así vive, en un estado constante de tibieza y mediocridad que Dios vomita. Las almas de tales sujetos permanecen enanas
y jamás podrán constituirse en auténticos guerreros de Cristo, porque las sanguijuelas les chupan la sangre manteniéndoles
en un estado de enanismo, anorexia, boulimia y enfermedad constante. Jamás conocerán el rostro de Cristo y por su mediocridad
están siempre al borde del pecado mortal, titubeantes y nerviosos. Este estado deplorable y enfermizo, aunque es el más fétido,
parece ser el más común, por lo que se convierte en un campo pantanoso del que difícilmente alguien puede salir. Es el que
más impera en la Iglesia y es el que más daño le hace. Este
campo es el preferido por los espíritus demoniacos para llevar a cabo la destrucción de la Iglesia, a partir de sus propios ministros y fieles. Por esto debemos extirparlo de nosotros.
13.-Los pecados veniales en que
caemos sin consentimiento de la voluntad y que son exterminados como engendros que se han colado en la habitación del Señor
sin darnos cuenta, con acciones de humildad y con los sacramentos, vienen a colgarse en nuestro galardón, no son nocivos cuando
los hemos eliminado inmediatamente que los detectamos.
14.-Entre los pecados veniales deliberados
más peligrosos, por su simiente, son los del espíritu, los del orgullo y la desobediencia. Son muy peligrosos y suelen enmascararse
incluso con ropajes de guerrero. Oponen una barrera infranqueable entre Dios y el hombre y lo predisponen a caer de un momento
a otro en pecados mortales.
15.-Todos estos engendros podemos
destruirlos con nuestras dos armas que nos han sido legadas por guerreros antiguos: el discernimiento que se obtiene con la
práctica ordinaria de los instrumentos de las buenas obras y la fuerza del Espíritu Santo, que proviene de la compunción del
corazón. Armados así somos invencibles. Quien no tenga esta armadura, perecerá irremediablemente. En orden de importancia
y en orden del servicio que estos medios dan para la salvación se encuentra primero la compunción del corazón, por la que
Cristo nos revela la infinitud de su amor por nosotros.
II. La Compunción del Corazón
16.-La compunción del corazón es
una disposición del alma que la mantiene habitualmente, día y noche, en todo momento, en la contrición, un dolor del corazón
que reconoce el gran amor de Cristo para nosotros y que en cambio nosotros le hemos pagado con la ofensa, con el pecado, por
lo cual el alma sufre, se duele y llora de amor, queriendo no haber cometido jamás aquel o aquellos actos pecaminosos. Esta
compunción perfecta que queremos adquirir no es la de un acto aislado, sino la de un estado sincero y habitual de nuestro
ser. Ello nos garantiza el odio al pecado y la repugnancia contra todo lo que ofenda a Dios, incluso aquellas faltas más pequeñas.
Quien logre este estado habitual, puede decirse guerrero.
17.-Esta compunción es la oración
de "humildad y lágrimas" de la que habla San Pablo, "lagrimas y gemidos", como dice San Agustín. Es la más agradable al Padre.
"Seremos atendidos no por largos discursos, sino por la pureza del corazón y el arrepentimiento con lágrimas", dice San Benito.
Es la perfección cuando nos juzgamos reos de pecado en cada momento e indignos de levantar la vista al cielo,. Es hasta el
último aliento de vida que debemos llorar en el corazón nuestros pecados, si queremos tener certeza de salvación, aquella
certeza absoluta que excluye toda duda y todo temor.
18.-Es por la compunción del corazón
que conocemos más a Dios y por ello conocemos más nuestras miserias. Todos los santos han expresado este conocimiento: a mayor
conocimiento de Dios, mayor compunción del corazón por el mayor conocimiento del inmenso amor con que Dios nos ama y el mayor
conocimiento de que nada le hemos amado y en contraparte mucho le hemos ofendido y mucho nos hemos olvidado de Él.
19.-El estado habitual de compunción
es progresivo. El alma que se inicia en él, obtiene un manantial, un tesoro de favores divinos, como dice Santa Teresa de
Jesús: "El dolor de los pecados crece más mientras más recibimos de nuestro Dios". Dice que el alma no se acuerda muchas veces
ya de la pena, sino de cómo fue tan ingrata de cometer tal cosa contra quien tanto le ha amado, lo cual le compunge y le duele
profundamente mientras más favores recibe de Dios.
20.- La compunción no estorba ni
distrae de la confianza, el amor y la alegría del gozo de Dios, sino por el contrario, es su fundamento. El demonio siempre
tratará de confundir estos términos, para alejar a las almas de la compunción. La compunción del corazón es la condición sin
la cual no se puede dar la confianza, el amor, la santa alegría y el gozo de Dios. Agrada mucho a Dios la habitual actitud
de dolor de amor, frente al rechazo que le hemos hecho por el pecado, repudiando aquel acto por el que lo rechazamos. Es actitud
por la que repudiamos y aborrecemos al pecado y a todo acto que nos pueda alejar de Dios. SI alguien dice que goza de Dios
y tiene confianza en Dios y sirve a Dios, pero no tiene compunción del corazón, marcha al abismo engañado por el diablo. Esto
suele ocurrir con los tibios.
21.-Por su misma naturaleza, la
compunción participa de la contrición perfecta, que es una de las más puras y singulares formas de amor. Excita constantemente
a la generosidad y dilección, que aspiran a reparar las culpas pasadas con un crecido fervor; inspira al alma a la desconfianza
en sí mismo y en este acto la vuelven extremadamente dócil a la acción divina y totalmente inclinada a las acciones del Espíritu
Santo. La pone en guardia contra la disipación de la voluntad, las inclinaciones y la negligencia habitual, que son obstáculos
peligrosos contra la vida sobrenatural y la condición cristiana. La compunción libera al alma de las peligrosas y frecuentes inclinaciones a hacer un dios a nuestra voluntad, además repudia a la tibieza y la mediocridad
en las buenas obras. El alma penitente llena de compunción es más agradable a Dios que un alma adormecida por una perezosa
seguridad de que va mas o menos bien por el camino de la salvación. Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente
que por 99 justos que no requieren de arrepentimiento. La compunción nos hace llamar a la permanente alegría de los ángeles,
conforme sea habitual en nosotros.
22.-La compunción es el ojo por
el que el alma contempla el estado en que se encuentra delante de Dios, lo cual basta para destruir en ella el espíritu de
vanagloria y hacerla indulgente y compasiva con los demás, por lo que es fuente de viva caridad para el prójimo.
23.- La compunción reafirma el gozo
en Dios. Excitando el amor, avivando la generosidad, fomentando la caridad, la compunción nos purifica más y más, nos hace
menos indignos de unirnos a nuestro Señor; nos da seguridad de perdón y confirma la paz del alma. San Francisco de Sales dice:
“A la tristeza que proviene de la verdadera penitencia, más que tristeza debe llamársele disgusto y sentimiento de aborrecimiento
del pecado; es una tristeza que no entorpece el espíritu, antes lo vuelve más activo, pronto y diligente; que no deprime el
corazón, sino que lo levanta por la oración y la esperanza y estimula en él el fervor; que, en sus mayores amarguras, produce
siempre el dulzor de un consuelo incomparable”. Citando a un antiguo monje, agrega: “La tristeza que inspira la sólida penitencia y el agradable arrepentimiento del cual no nos arrepentimos jamás, es
obediente, afable, humilde, suave, paciente como que proviene de la caridad; de tal manera que todo dolor corporal y toda
la contrición del corazón es en cierto modo alegre, animada y vigorizada por la esperanza del provecho”, escribió San
Juan Casiano.
24.-La compunción, lejos de deprimir
al alma, la hace más diligente en el servicio divino, lo que es ya un indicio de verdadera devoción. Y así, cuando el alma,
al recuerdo de los pecados pasados --recuerdo que debe referirse sólo al hecho de haber ofendido a Dios, no a las circunstancias
de la misma ofensa--, se humilla delante de Dios y se sumerge en llamas de contrición que purifican el orín que la corroe,
cuando se reconoce sinceramente indigna de las gracias divinas, como lo hizo San Pedro: “Apártate de mí Señor, que soy
un pecador”, Dios se vuelve a ella con infinita bondad: “Un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias,
Señor”, dice el Rey David.
25.-Cuando Dios ve una alma que
se esfuerza sin cesar en purificarse de sus culpas y con buena voluntad se esmera en reparar las infidelidades cometidas, se inclina hacia ella, lleno de misericordia. “Dios --dice san Agustín-- atiende
más a las lágrimas que al mucho hablar”. Y san Gregorio: “Dios no se hace esperar: con los dones perdurables enjuga
nuestras lágrimas momentáneas”.
26.-San Benito nos enseña: “todos
los días confesemos con lágrimas y llanto, en la oración, los excesos que hemos cometido”. No dice de vez en cuando,
sino todos los días. Sabe que si “somos escuchados, será a causa de esta actitud humilde del alma contrita”. Es necesario conservar nuestras almas en el estado del Miserere, el Salmo 50, que
es el estado intimo de David penitente, pero rebosando confianza en la divina misericordia. El Rey profeta exulta en los salmos
el camino de la contrición y el amor.
27.-Uno de los más preciosos frutos
de la compunción, es el de fortalecernos contra las tentaciones. Fomentando en nosotros el desprecio al pecado. La contrición
nos pone en guardia contra los embates del enemigo expresados en las tentaciones La
compunción es una de las más necesarias y eficaces armas. Algunos creen que la vida interior es un fácil ascender, cómodo
y sin sacudidas, por un camino sembrado de flores; generalmente no es así, por más que Dios,
hay que trabajar. “Obtendrás los frutos de la tierra con el sudor de tu frente”, advirtió el Señor en el
Génesis.. En la Sagrada Escritura se ha escrito:
“Hijo mío, si te quieres consagrar al servicio de Dios, prepárate para la tentación”. Con el trabajo para sustentar
la vida material, el Señor nos enseña que hay que trabajar para la vida eterna y la santidad, en su doble vertiente ambos,
limpiando la tierra y sembrando, cuidando la siembra para obtener los frutos.
28.-En las condiciones presentes
de nuestra naturaleza, no podemos encontrar plenamente a Dios sin combatir la tentación. Más ataca a los que más buscan sinceramente
al Señor, a quienes buscan plasmar con más perfección en su ser la imagen de Jesucristo.
29.-Se dirá que, siendo la tentación
un peligro para el alma, sería mucho mejor no sufrirla, según el parecer de la sabiduría humana, pero Dios nos dice lo contrario:
“Dichoso el hombre que es tentado”. El ángel decía a Tobías: “Ya que eres grato a Dios, convenía que la
tentación te probase”. No por la tentación en sí misma, sino porque Dios quiere templar nuestra fidelidad, que sostenida
por su gracia, se fortifica con la lucha.. Él mismo prepara la tierra a donde fructifique el árbol de la cruz, con sus frutos
de vida eterna. Las tentaciones sufridas pacientemente son fuente de méritos para el alma, y ocasión de gloria para Dios;
porque el que responde con constancia a la prueba acredita la potencia de la gracia: “Te basta mi gracia; mi poder se
manifiesta en tu debilidad”, dice a San Pablo. Dios reclama de nosotros este homenaje y esta gloria, como ocurrió con
el santo Job.
30.- Hay personas rectas pero con
soberbia, que no llegarán a la unión divina sino después de ser purificadas por el camino de volver a la verdad de su naturaleza,
que a nuestro modo de entender se denomina humillación, “volver a la tierra”. Bien les vendrá conocer palpablemente
el abismo de su propia flaqueza y cómo experimentar la absoluta dependencia que tienen de Dios, para que aprendan a desconfiar
de sí mismas. Sólo la tentación les manifiesta su impotencia; cuando se ven sacudidas por ella experimentan la necesidad de
clamar a Dios, porque se sienten al borde del abismo y no tienen más remedio que pedir angustiosamente el auxilio divino.
Esa es la hora de la gracia. La tentación mantiene a estas almas vigilantes acerca de su debilidad, y las conserva en un constante
espíritu de dependencia de Dios; para ellas es la mejor escuela de humildad y ascenso en el camino de la perfección.
31.- Para otros la tentación previene
contra la tibieza. Sin ella caerían en la indolencia espiritual. Vencer la tentación aviva el amor y es oportunidad de ser
fiel.. Tenemos el ejemplo de los Apóstoles en el huerto de Getsemaní. Aun cuando de antemano les había advertido el divino
Maestro que velasen y orasen, se abandonan al sueño; no sintiendo el peligro, se dejan sorprender por los enemigos de Jesús
y huyen abandonándolo. Otra conducta presentaron cuando en el lago luchaban contra la tempestad. Ante el peligro clamaron:
“Sálvanos, Señor, que perecemos”.
32.- Además la tentación es un gran
medio de adquirir experiencia. Por la tentación nos hacemos aptos para ayudar a los que vienen a nosotros en demanda de auxilio.
San Pablo dice de Jesucristo que “quiso experimentar todas nuestras flaquezas, excepto el pecado, para mejor compadecer
nuestras debilidades”.
33.- La tentación, por frecuente
y violenta que sea, es una prueba, y Dios la permite para nuestro bien. No es
un pecado mientras no nos expongamos voluntariamente a sus instigaciones y no consintamos en ella. Aunque sintamos su atractivo
y deleite, mientras la voluntad no ceda estemos tranquilos, porque Jesucristo está con nosotros y en nosotros.
34.- Venga del demonio, del mundo
o de nuestras malas inclinaciones, debemos resistirla con determinación y rapidez.
35.- El Señor dijo: “Vigilad”.
¿Cómo? Con el espíritu de compunción. Cuando el alma lo posee está siempre en vigilia. Conociendo la persona por propia experiencia
su flaqueza, siente horror a cuanto puede llevarla a ofender de nuevo a Dios. Animada de este temor, llena de amor, se mantiene
en vela para esquivar cuanto pueda apartarla de Dios, “que día y noche
se preocupa de ella”.
36.- Al desconfiar de sí misma acude
a Cristo y se aplica a la oración. “El verdadero discípulo de Cristo --dice San Benito-- es aquel que, rechazando de
las puertas de su corazón el espíritu maligno, con su misma sugestión lo aniquiló”. Y ¿cómo haremos impotente al maligno
y su malicia? “Arrancando los primeros renuevos de las sugestiones diabólicas y estrellándolas en Cristo”. San
Benito compara los malos pensamientos a renuevos del diablo, padre del pecado; y nos dice que hay que rechazarlos y reducirlos
a la nada estrellándolos contra Cristo tan luego como se manifiesten. Al instante; las sugestiones hay que sofocarlas en cuanto
aparezcan; si las mimamos, arraigan y después carecemos de energía para resistirlas. Es más fácil vencerlas al principio que
cuando por descuido se las ha dejado desarrollar. Son “renuevos” que hay que quebrar, esto es, débiles y como
recién salidos, fáciles de destruir. Con la expresión “estrellar contra Cristo” el bienaventurado Padre recuerda
el anatema del Salmista contra Babilonia, la ciudad pecadora: “Dichoso el que arrebate tus hijos y los estrelle contra
las piedras”. Y Cristo, según san Pablo, “es la piedra angular de nuestro edificio espiritual”.
37.- Acudir a Cristo es el medio
más seguro de vencer las tentaciones: el demonio teme a Cristo y tiembla ante su cruz. ¿Somos tentados contra la fe? Digamos
al momento; “Cuanto reveló Jesucristo lo aprendió del Padre; es el Unigénito que, del seno del Padre, vino a manifestamos
los secretos que Él sólo conocía: ésa es la verdad. Sí, Señor mío. Jesús, yo creo en Vos; pero aumentad mi fe”. ¿Somos
tentados contra la esperanza? Miremos a Jesús en la cruz, hostia propiciatoria por los pecados de todo el mundo. Es el Pontífice
santo, y “que por nosotros entró en el cielo y siempre intercede en favor nuestro”. Él ha dicho: “Al que
viniere a mí, no le rechazaré”. ¿Se insinúa en nuestro corazón un sentimiento de desconfianza? ¿Quién nos ha amado más
que Cristo? “Me amó y se entregó a mí”. Cuando el demonio nos inspire sentimientos de orgullo miremos a Cristo
Jesús: era Dios y con todo se anonadó y humilló hasta la muerte ignominiosa del Calvario. ¿Y habría de ser el discípulo de
mejor condición que el maestro?. ¿Es el amor propio el que nos sugiere deseos de venganza? Miremos también a Jesús, nuestro
modelo, en su pasión: “No apartó su rostro de los que le escupían y golpeaban”. Si el mundo, cómplice del demonio,
nos lisonjea con halagos pecaminosos, vanos y pasajeros, refugiémonos cabe Jesús, a quien Satanás osó prometer la gloria y
el mundo entero si quería adorarle: “Señor Jesús, lo abandoné todo por tí, por seguirte más de cerca; no permitas que
jamás me aparte de ti”. No hay tentación que no pueda vencerse con el recuerdo de Cristo. Y si la tentación persiste,
si va acompañada especialmente de sequedad y tinieblas espirituales, no desfallezcamos: es señal de que Dios quiere vaciar
nuestra alma de sí misma para ensanchar su capacidad divina y colmarla de su gracia: “Le podará para que dé más fruto”;
como los discípulos, gritemos de todas veras a Jesús: “Sálvanos, Señor, que perecemos”. Si lo hacemos así en el
momento de la tentación, inmediatamente, cuando es todavía floja; si especialmente nuestra alma se mantiene en aquella actitud
de arrepentimiento habitual que constituye la compunción, estemos seguros de que el demonio será impotente contra nosotros;
la tentación nos servirá únicamente para mostrar nuestra fidelidad, fortalecer nuestro amor y hacemos más gratos al Padre
celestial.
III. Meditación diaria de la Pasión de Cristo
para adquirir el espíritu de compunción,
el don de lágrimas
38.- ¿De dónde sacaremos al espíritu
de compunción? ¿Cómo adquiriremos tan gran bien? Ante todo, pidiéndoselo a Dios. Este “don de lágrimas” es tan
precioso, es una gracia tan singular, que sólo la obtendremos implorándola del “Padre de las luces, del cual procede
todo don perfecto”. Para pedir el don de lágrimas, la oración recomendable es: “Dios omnipotente y misericordioso,
que para el pueblo sediento hiciste brotar de la piedra una fuente de agua viva; sacad de nuestro duro corazón lágrimas de
arrepentimiento para que lloremos nuestros pecados y así merezcamos el perdón por vuestra misericordia”. Podemos también
recitar ciertas plegarias de la Sagrada Escritura,
adoptadas por la Iglesia, como aquélla de David después
de su pecado. El Señor le envía un profeta para excitarlo al arrepentimiento; y David se humilla, se golpea el pecho y exclama:
“He pecado”. Esta confesión sincera le atrae el perdón: “Dios te ha perdonado”. El rey David compuso
entonces el bello salmo Miserere, que respira por igual contrición y confianza: “Ten, Señor, piedad de mí según tu gran
misericordia; lávame más y más de mi iniquidad; contra tí sólo pequé, y mi culpa la tengo presente; no me arrojes de tu faz,
y no me prives de tu santo espíritu”. “Vuélveme el gozo que nace de tu saludable influjo... abre mis labios, y
proclamarán tus alabanzas... el sacrificio que te agrada es un corazón deshecho por el arrepentimiento, porque tu. Dios mío,
no desechas al corazón contrito y humillado”. Ello conmueve a Dios: “Has atendido. Señor, mis lágrimas”.
Jesucristo llama “bienaventurados” a los que lloran. Más pronto es consolado aquel que llora sus pecados.
39.-El pecado es el único mal que
se remedia con el llanto. El perdón del pecado es fruto de estas lágrimas.
40.-Cuando en la oración se pide
a Dios la compunción se deben proveer los medios espirituales que pueden motivarla. El más eficaz es la meditación diaria
de la pasión de Cristo. Por ello diariamente hay que recitar la oración con la que pedían el “don de lágrimas”
los monjes antiguos, seguida del Miserere y enseguida iniciar la meditación de la
Pasión de Cristo. La Película de “La Pasión de Cristo”, de Mel Gibson, puede iniciarnos en esta meditación,
para pasar a una meditación al modo crucífero, esto es, asumir el corazón de la Santísima Virgen María, de quien Cristo tomó la carne con que sufrió la redención del hombre,
para que Ella engendre en nosotros, con su virginidad, la virginidad de espíritu y pureza de corazón que nos permitan ver
a Cristo como Ella lo veía y lo ve ahora y amarlo como Ella lo ama, para de este modo incorporarnos al misterio del amor de
Dios. A través de María, el Verbo encarnado es la imagen de Dios en cuanto refleja en su naturaleza humana y visible la imagen
de Dios invisible.
41.- María nos comunicará toda la
misión de Cristo en el mundo, que es la revelación del amor del Padre, manifestado en la donación del Hijo, y la epifanía
de la caridad del Hijo en la entrega generosa de sí mismo a la muerte y una muerte de cruz. Toda la realización de la obra
salvífica de Cristo es la revelación de este amor, que queda desvelado en María
por en la encarnación, se desdobla en la muerte y se consuma en la resurrección de Cristo, como eclosión final del amor del
Padre a los hombres, revelado en su Hijo unigénito en María, con María, Para María y de María para todos los hombres que lo
acepten, al hacerles partícipes de su mismo Espíritu.
42.- San Luis de Montfort nos recomienda
ser como materia maleable, para asumir la forma de María, que es el molde hecho
de la imagen y semejanza de Dios, por el que Cristo se hizo Hombre por quien Dios Padre nos entregó a Cristo. La inmaculada concepción de María, que es cuando tiene lugar la consumación de la imagen y semejanza de Dios
que Ella tiene como naturaleza en su persona y que constituye su virginidad en todos los órdenes del ser, nos la transmite
cuando nos convertimos en materia maleable para que Ella nos forme a imagen de Cristo en su seno. En este oficio nos comunica,
como paralela a la misión del Hijo, la misión del Espíritu Santo, para conferirnos la participación de la filiación divina
de Cristo, y es cuando desde el interior exclama: “¡Abba, Padre! “, la cual dicha en María y con María, quien
al tener el oficio de llena de gracia, al pedirle en María y por María al Espíritu Santo, es María misma quien lo pide a través
de nosotros y para nosotros. Así, a la manera de cómo Dios lo ordenó desde sus decretos arcanos, se pone al hombre en María
y por María, para María y con María, en comunión con la relación única que el Hijo tiene con el Padre. En el interior del
hombre, entonces, se desarrollan las divinas procesiones de la
Santísima Trinidad, y es aquella sombra de Dios que cubrió a María en la encarnación del Hijo de Dios, la
que por tanto cubre al hombre que se asemeja a María. El Espíritu Santo --distinguiéndose su personalidad de la del Padre
y la del Hijo que lo envían—viene a cumplir la misión de conferir al alma, lo
que es Él en el seno trinitario, en María y con María.
43.- El origen divino de dicha misión,
--en la que somos en y con María, madres de Cristo, hermanos o hermanas de Él, como Él mismo lo advirtió-- se halla en la misma vida de Dios, en la procesión divina, para verter a través de María en nosotros, la
relación divina del Hijo con respecto al Padre, y la del Espíritu en relación al Padre y al Hijo, ya en cada persona única
e irrepetible.
44.- Por María, con María y en María
tenemos acceso a la revelación de la vida divina por la misión del Hijo y del Espíritu Santo, que hace de nosotros hijos del
Padre en el Hijo amado. El Espíritu Santo transforma realmente al hombre y le infunde la naturaleza divina al comunicarle
la realidad de la filiación adoptiva por la que se dirige a Dios, como a su Padre, con María y en María. Le hace así partícipe
de la relación filial que Cristo tiene con el Padre en el Espíritu Santo. Aquí está la novedad de la revelación de Cristo
acerca del Padre: no sólo somos llamados hijos de Dios, sino que realmente lo somos. Nuestra filiación divina es el gran don
que nos ha hecho el Padre al enviarnos a su Hijo y a su mismo Espíritu. Dios, actuando salvíficamente en nosotros, nos ha
adoptado como hijos. Somos realmente madres de Cristo, al tomar en María el oficio de engendrar a Cristo con las acciones
de correspondencia a la voluntad del Padre, como declaró el mismo Señor.
45.- La misión del Hijo y del Espíritu,
en María y con María en nosotros, es transformar nuestra vida con respecto a Dios, nos introduce en la misma vida de la intimidad
de Dios, Padre, Hijo y Espíritu, y en el oficio de María, corredentora de la humanidad y en el ejercicio de los derechos de
amor que Dios ha querido darnos, que es la entrega de sí mismo para deificarnos.
46.-Dicha participación nos viene
de la unión con Cristo, que es el fundamento de nuestro parentesco con el Padre y el Espíritu Santo. El cristiano divinizado
es el santuario divino, en quien se continúan las divinas procesiones: el Padre engendra en nosotros eternamente a su Hijo
vinculándonos en el amor del Espíritu, que a su vez nos une al Padre y al Hijo al revestirnos de los mismos sentimientos con
que Cristo se dirige al Padre. Esto lo obtenemos gratuita y fácilmente, dócilmente, delicadamente, en María, en quien como
templo y trono de la Santísima Trinidad se realizan
esta procesiones. Desde Élla se nos participa a todos los hombres, ahora y en la eternidad, como la corona del amor de Dios
a nosotros, que quiere entregársenos y dársenos en Ella y con Ella, como lo hace la Santísima Trinidad para Ella y en ella para toda la humanidad que encabeza Cristo.
47.-El Espíritu Santo es el principio
activo de nuestra filiación divina. Puesto que, si nos asemejamos a Cristo por la participación de su filiación divina, que
El posee por naturaleza, es debido a que el Espíritu de Cristo obra en nosotros, siendo el mismo Espíritu el que da testimonio
de que somos hijos de Dios.
48.-De la compunción que procede
de meditar con fe y piedad los sufrimientos de Jesucristo en María, con María, por María y para María, nos serán revelados
el amor de Dios y su justicia por los que habremos de cumplir celosamente los mandatos de Cristo. Conoceremos de mejor manera
que con razonamientos, la malicia del pecado. Esta meditación es como un sacramental, que hace participar al alma de aquella
divina tristeza de que fue invadida el alma de Jesús en el Huerto de Getsemaní, de sus sentimientos de religión, celo y abandono
a la voluntad del Padre. Jesús era el propio Hijo de Dios, en el cual el Padre, cuyas exigencias son infinitas, se complace;
y no obstante, “su Corazón rebosaba tristeza, y una tristeza mortal”. He aquí, lo dice san Pablo, que “de
su pecho sale un gran clamor, y lágrimas de sus ojos”, porque se siente “cargado con el peso de todas las iniquidades
del mundo”, como si Él las hubiera cometido. Verdad es que Él no podía ser propiamente “un penitente”; era
incapaz de contrición y compunción tales como las hemos descrito, porque su alma era santa e inmaculada; la deuda que ha de
pagar es nuestra y no suya: sin embargo nos vino a enseñar la compunción del corazón, al revelarnos su tristeza, como contratipo
del dolor de amor por la culpa frente a nuestros pecados. “Fue castigado
por nuestros pecados” y sin la culpa ni la experiencia de la culpa, sufrió el dolor de todas las culpas de todos los
hombres, incluso el abandono de Dios, para enseñarnos la profundidad de la separación en que por el pecado yacíamos y al mismo
tiempo, la profundidad del opuesto, del dolor de amor que debemos experimentar por la compunción, ya que mientras más se une
el hombre a Dios, mas conoce la profundidad de su miseria delante de Él, y más profundo es el dolor de amor y el deseo de
tenerlo para siempre. Se trata de un misterio que debió padecer que sin dejar de ser Dios, esto es, que con la naturaleza
de Dios, sufra como Hombre el abandono de Dios como quien en verdad ha sido marcado con la pena todos los pecados de la humanidad,
sin culpa. No obstante, a causa de esta sustitución. Jesús quiso sentir la tristeza y el abandono, que debe tener toda alma
por sus culpas; quiso recibir los golpes del amor y de la justicia ultrajados; por eso “fue despedazado por un inmenso
dolor”, en toda su humanidad, no solamente un dolor físico, sino todo el dolor que puede experimentar la naturaleza
humana desde el principio hasta el fin del mundo. No hay ser humano que haya vivido los dolores de Cristo en toda su magnitud,
sino solo aquella de quien es carne de su carne y sangre de su sangre, y que nos comunicará si asumimos con Ella, en Ella
y para Ella, la meditación de la Pasión de Cristo en la forma
crucífera que estamos describiendo, de verdaderos portadores de la cruz de Cristo.
49.-“No es broma que yo te
haya amado”, dijo un día nuestro Señor a la beata Ángela de Foligno. “Estas palabras --escribe la Santa-- penetraron en mi alma como un golpe mortal; no sé cómo no morí,
porque mis ojos vieron en la luz la verdad de estas palabras”. La Santa
indica con precisión el objeto de su visión: “Vi todo lo que padeció en vida y muerte por mi amor, por la virtud indecible
de este amor que le abrasaba las entrañas. No, no; en manera alguna había sido por broma; sino con un amor terriblemente serio,
verdadero, profundo, perfecto, que estaba en todo su ser”. ¿Qué efecto produjo en la beata esta contemplación? Un profundo
sentimiento de compunción. “Entonces mi amor, el amor hacia Él, me pareció una broma ruin, una abominable mentira. Mi
amor, me decía a mí misma, ha sido un juego, una mentira, una afectación. Yo nunca pretendí acercarme a ti con verdad, para
compartir tus padecimientos por mí; yo no te serví nunca en la verdad y perfección, sino con negligencia y falsedad”.
50.- Los perfectos se conmueven
y humillan al considerar los padecimientos de Cristo. Estas actitudes profundas son inherentes e inseparables respecto de
una mayor intimidad con Dios. La noche de la pasión, el apóstol Pedro, --a quien
Jesús había mostrado su gloria en el monte Tabor-- poco tiempo después de que
había comulgado el Cuerpo de Cristo, niega a su Maestro a la voz de una criada tres veces, luego canta un gallo y a instante
se encuentra con la mirada de Jesús, en los momentos en que sufría por nuestra redención. En el acto lo comprende todo, que en verdad no lo había amado y que Jesús verdaderamente lo amaba. Sale del atrio
y derrama “amargas lágrimas”. Por esto, ya resucitado, el Señor le pregunta “¿me amas más que estos?”
y su tristeza es verdadera y profunda compunción permanente del recuerdo de su traición: “Señor, tu todo lo sabes, tu
sabes que te amo”.
51.-Idéntico efecto se produce en
el alma que contempla a Jesús, en sus sufrimientos. Cuando habiéndose introducido en el corazón de María, desde allí el alma
también le sigue, como Pedro, en la noche de la pasión. Se encuentra también con la mirada de Cristo, profunda, directa, amorosa
y ve, como Pedro, el abismo de su amor.
52.- En la costumbre crucífera de
meditación de la Pasión de Nuestro Señor, que es la vivencia meditativa de la practicando del Vía Crucis, María fructifica en nosotros, como lo hemos
dicho, desde su corazón, sus propios sentimientos y amor por su Hijo. Poco a poco nos revelará en el corazón, que día con día se transforma en el de Élla, los misterios de la
redención y de la vida de Jesús desde el seno de su vientre hasta la resurrección. Cuando Dios ilustra de esta manera a un
alma con su luz, le concede una de las gracias más preciosas: la caridad, que es la más alta de las virtudes y con ella, a
mismo Espíritu Santo, quien forma a en la perfección, la santidad.
53.- El dolor de darnos cuenta,
de manera profunda y verdadera, real y presente, de que Cristo verdaderamente nos ama y que nosotros no le hemos amado, produce,
en María, con María y para María, el amor y la confianza para el amado, ya que porque
el alma no se abate desesperada bajo el peso de los pecados. La pequeña semilla está germinando y la compunción va acompañada
de unción y gracia del Espíritu Santo que la hace digna de Cristo. El pensamiento en María de la redención transforma la vergüenza
y dolor que nos deprime en profundo amor, es un dolor de amor, el fruto que viene el Señor a buscar de su higuera, la cual
está llena de higos en cualquier tiempo. La meditación de sus sufrimientos, enciende la compunción y reaviva la esperanza
en el valor infinito de sus divinas satisfacciones, y nos reporta una paz inefable.
54.- Alimentados con la Eucaristía, revestidos cada semana con la gracia del sacramento de
la reconciliación, diremos al Señor, ¿cómo podré serte grato?. Recordemos entonces
que Él bajó a la tierra en busca de pecadores y que Él mismo dijo: “Más se alegran los ángeles de la conversión de un
pecador, que de la perseverancia de muchos Justos”. Cada vez que el pecador se arrepiente y obtiene el perdón, los ángeles
del cielo “glorifican a Dios por su misericordia”. “¿Quién sino Tú solo puede hacer pura la impureza?”,
dice el Libro de Job. Es Dios, y sólo Dios tiene el poder de renovar la inocencia en la criatura; tal es el triunfo de la
sangre de Cristo.
55.- María Magdalena es un perfecto
modelo de compunción, postrada a los pies del Salvador, bañándoselos con sus lágrimas y enjugándoselos con los cabellos, adorno
de aquella cara que había seducido a las almas, humillándose ante los convidados y derramando, al mismo tiempo que unos costosos
perfumes, la efusión de su amor compungido. Siguió a Cristo hasta el Calvario, y en su amor, sufrió también los dolores y
oprobios de Jesús. El amor la llevará al sepulcro, hasta que Cristo resucitado la llama por su nombre: “¡María!”,
con lo que su ardiente corazón recibe la recompense de su ardiente celo y la hace mensajera de su Resurrección a los discípulos.
“Se le perdonó mucho porque amó mucho”, dijo de ella el Señor.
56.- Imitemos también al hombre
que no se atrevía a levantar la mirada del piso en
el templo. Es un ejemplo de lo que
agrada a Dios, dado por el mismo Cristo. Hagamos parte fundamental de nuestra vida diaria a la compunción, ya que da frutos
infinitamente preciosos; conservémosla fielmente porque será la columna vertebral de nuestra vida espiritual y nos asegurará
la perseverancia. Con ella se alcanza la cumbre de la santidad.
57.- Creemos que no existe mejor
exhortación como grito de: ¡Guerra!, que aquella que deja el patriarca San Benito para aquellos que son, como él dice: “la
raza más fuerte”, de guerreros de Cristo:
58.- “Escucha, hijo, la enseñanza
del maestro y aplica el oído de tu corazón. Acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, para
que por el esfuerzo de la obediencia vuelvas a aquel de quien te apartaste por la dejadez de la desobediencia. Quienquiera
que seas, te dirijo mi exhortación a ti que, renunciando a tu voluntad, tomas las ilustres y heroicas armas de la obediencia
para militar bajo Cristo Señor y verdadero rey”.
59.- “Ante todo, al empezar
cualquier obra buena, pídele a Él, con insistente oración que la lleve a término, para que, pues ha querido contamos ya entre
el número de sus hijos, jamás se deba afligir por nuestras malas obras. Pues siempre debemos cuidar los dones que ha puesto
en nosotros, no sólo para que, como Padre airado, no llegue a desheredar a sus hijos, sino para que, como Señor temible irritado
por nuestros males, no nos entregue a la pena eterna como a siervos malvados que no le han querido seguir a la gloria”.
60.- “Levantémonos, pues,
de una vez, que la Escritura nos despierta diciendo: “Ya
es hora de despabilarse”. Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, oigamos
con suma reverencia la voz de Dios que a diario nos dice: “Ojalá escuchen hoy su voz: No endurezcan el corazón”. Y también: “Quien tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”.
¿Y qué dice? Vengan, hijos, escúchenme, les instruiré en el temor del Señor. Corran mientras tengan la luz de la vida, antes
que les sorprendan las tinieblas de la muerte”.”
61.- “Y buscando el Señor
a su obrero entre la gente a la que dice estas cosas insiste: “¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?”.
Si tú, oyéndolo, respondes: Yo, te dirá Dios: “Si quieres tener una vida feliz y eterna, guarda tu lengua del mal, tus
labios de la falsedad. Apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella”.
Y cuando obren así, me fijaré en ustedes y escucharé sus súplicas. Antes que me invoquen , les diré: “Aquí estoy”. Amadísimos hermanos, ¿encontraremos algo más dulce que esta voz del Señor que nos
invita? El Señor mismo, en su bondad, nos enseña el camino de la vida.
62.- “Ceñida, pues, la cintura
con la fe y la observancia de las buenas obras, sigamos su camino, guiados por el Evangelio, para que merezcamos ver a quien
nos ha llamado a su reino. Si queremos habitar en su reino, no llegaremos a él si no adelantamos en buenas obras. Pero preguntemos
al Señor con el profeta diciéndole: ¿Señor, quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo? (en el vientre
de María, como Jesús) Y oigamos, hermanos, al Señor que nos responde y nos enseña
el camino de su casa diciendo: El que procede honradamente y practica la justicia. El
que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino. El que, cuando
el diablo malvado le insinúa algo, considerándole despreciable, rechaza de su corazón al diablo con su insinuación y, agarrando
hasta sus más pequeños pensamientos, los estrella contra Cristo. Quienes, temiendo a Dios, no se engríen por su buena conducta
sino que, sabiendo que las buenas cualidades en ellos existentes no proceden sino del Señor, ensalzan a Dios que actúa en
ellos, diciendo como el profeta: No a nosotros. Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, da la gloria. Igual que el apóstol Pablo no se sobreestimó por su predicación diciendo: Por la gracia de Dios soy lo
que soy. E insiste: El que se gloría que se gloríe en el Señor.
63.-"Por eso dice el Señor en el
Evangelio: El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece
a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos. soplaron los vientos y descargaron
contra la casa. Pero no se hundió porque estaba cimentada sobre roca. Al decir
esto el Señor espera que a diario respondamos con hechos a sus santos consejos. Pues se nos dan los días de esta vida como
tregua para corregir los vicios; como dice el apóstol: ¿No sabes que la bondad de Dios es para empujarte a la conversión?
Pues el Señor, compadecido, dice: No me complazco en la muerte del pecador, sino en que se convierta y viva.”
64.- “Al preguntarle al Señor,
hermanos, por el que ha de habitar en su morada, hemos oído sus condiciones: cumplir los deberes del morador de su casa. Por
tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en la santa obediencia de sus preceptos. Roguemos
al Señor nos dé la ayuda de su gracia para superar lo que exceda a nuestra naturaleza. Y si, huyendo de las penas del infierno,
queremos llegar a la vida eterna, mientras haya tiempo, estemos en este cuerpo y podamos cumplir todas estas cosas a la luz
de la vida, debemos apresuramos y poner por obra lo que eternamente más nos aprovechará.”
65.- “Vamos a instituir, pues,
una escuela del servicio divino. En ella no esperamos establecer nada duro ni penoso. Pero si, cuando sea conveniente, para
enmendar los vicios y conservar la caridad, se presenta algo un poco más severo que de ordinario, no abandones en seguida,
asustado, el camino de la salvación, que necesariamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. Pues al progresar en (este
modo de vida) y en la fe, dilatado el corazón, se corre con una dulzura de amor indecible por el camino de los mandatos de
Dios. Así, pues, no apartándonos nunca de su magisterio y perseverando en su doctrina en el (estado de vida en que nos encontremos)
hasta la muerte, participemos con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que también merezcamos compartir con
él su reino. Amén.”
66.-Señala San Juan Casiano que
el Hijo Pródigo, ha comido las bellotas que comían los puercos, equivalente al sórdido manjar de los vicios, que incluso le
eran negados para hartarse, luego vuelve en sí, viéndose reducido a condición de esclavo reconoce que debe volver a la casa
paterna, y ya en el camino prueba la dulzura de la bondad y la misericordia del
Señor, que sale a su encuentro y no lo hace siervo ni esclavo, sino hijo predilecto dueño de cuanto tiene el Padre. En esta
escala subimos hacia la caridad perfecta a la que nos convoca el Padre, al amor que excluye todo temor. De la fe y la esperanza
a la caridad. “Para que, instalándonos en el afecto del bien por sí mismo, permanezcamos adheridos a él inmutablemente,
en cuanto es posible a la humana naturaleza”, dice Casiano en sus Colaciones.
67.- A través de la Compunción del Corazón que se adquiere mediante la viva meditación
y reflexión de la pasión de Cristo desde la persona total e inmaculada de María, en la vida de los sacramentos se entra en
posesión de la caridad, que hace de esclavos a hijos y confiere la Imagen
y Semejanza de Dios.
68.- Es la confianza en el auxilio
de Dios la que nos merecerá desde el corazón de María estas disposiciones, no la presunción que podríamos concebir de nuestros
esfuerzos personales. El alma que posee la caridad deja la condición servil que se
caracteriza por el temor y abandona el deseo mercenario de la esperanza y de allí llega a la adopción de hijo, donde ya no
existe temor ni deseo, pues reina para siempre la caridad que no muere jamás.
68.- “Todo aquel que ha llegado
por la caridad a convertirse en Imagen y Semejanza d Dios, se complace en adelante en el bien por sí mismo”, dice Casiano.
69.- En este estado el alma puede
cantar con el Rey David: “Tu rompiste mis atadura; te sacrificaré una ofenda de alabanza” (Sal. 95, 16 ss.) y
la prueba de esta libertad es precisamente en que con toda entrega es capaz de cumplir el triple precepto de Cristo en el
que enmarca la perfección. Es capaz de amar a sus enemigos, de hacer el bien al que le odia y de orar por los que lo persiguen
y calumnian (Mt 5, 44), de lo cual se desprende que precisamente ello puede ser consecuencia misma de cumplir la ley de Dios,
ya que Cristo dijo que el mundo odiará a los que le sigan.
70.- El Señor dice que los perfectos,
esto es, aquellos que ya han sido liberados por cargar su cruz de cada día y que son sus amigos, ya no sus siervos y que son
dignos de Él y que eso lo manifiestan por amar a sus enemigos, hacer el bien a los que los odian y orar por los que los persiguen
y calumnian, tienen la perfección como la del Padre Celestial, “para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los
cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos” .
71.- Es la caridad la corona de
la virtud que se expresa precisamente en la longanimidad de la persona, y en el santo temor –no el temor que procede
del miedo por el castigo del que habla el Señor cuando dice que si alguien le van a temer sea a aquel que es capaz de quitar
la vida y luego de arrojar al infierno— de aquel que procede del amor. Es aquel al que se refiere el Rey David cuando
dice: “Temed al Señor todos sus santos, porque nada falta a los que le temen” (Sal. 33, 10).
72.- La promesa es que si hemos
avanzado en la compunción del corazón hasta la virginidad de Espíritu en María, el profeta Isaías nos dice que “Le llenará
el espíritu del temor del Señor”, el cual tiene como naturaleza el amor, que en esta vida se expresa en aquella disposición
sublime de vigilancia perfecta, como si se hubiese desarrollado un sentido extra o más bien, que es el sentido del alma llena
del amor de Dios, por el cual la persona vive en todo momento buscando todo aquello que agrada al amado y rechazando todo
aquello incluso los más pequeño, que pueda ofender a aquel que tanto nos ama. Se ha llegado entonces a la corona de la compunción
perfecta, el dolor de amor por el cual el alma se percata que por más que busca no ofender, lo hace por el solo hecho de que
otro ser humano lo haga y que con nada de lo que haga puede expresarse para agradar en proporción al amor que Dios le ha tenido,
por lo que solamente le queda transformarse en María y con Ella en Cristo, ya que solamente en Él el Padre se complace eternamente.
Es la caridad perfecta que nos revela Dios por medio de San Pablo.
IV. La imagen de Cristo en el hombre
nuevo
Expuesto todo lo anterior, es necesario
anotar un resumen acerca de cómo ocurre la transformación de la vida del hombre nuevo en la gracia.
Señala el padre Antonio Royo Marín.
(La Virgen María. BAC. 1997 p. 272) que “así como en el orden natural podemos distinguir en la vida del hombre cuatro elementos fundamentales
a saber: el sujeto, el principio formal de su vida, sus potencias y sus operaciones, de manera semejante encontramos en todos
esos elementos en el organismo sobrenatural. El sujeto es el alma; el principio formal de su vida es la gracia santificante;
las potencias sobrenaturales son las virtudes infusas y los dones del espíritu santo, y las operaciones son los actos de esas
virtudes infusas”.
Estas virtudes infusas ordenan las
potencias al fin de la vida cristiana y son las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad. Las siguientes virtudes infusas
existen con relación a los medios, y son las virtudes morales o cardinales, que son: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
Las virtudes cardinales responden
al orden de la gracia esto es, el fin de la participación de la divinidad al hombre, y las segundas responden al orden de
las virtudes adquiridas, que perfeccionan el alcance de la finalidad primaria, respecto de los medios adecuados para ello.
Las virtudes Teologales
Respecto de las virtudes teologales,
con ellas se realiza perfectamente la unión inmediata con Dios en la tierra, ya
que por la Fe, Dios se nos da a conocer y por su medio nos unimos
con Él como Primera Verdad. Por la Esperanzase nos hace
desear como Bien supremo, y mediante la Caridad, nos unimos
con Él con amor de amistad en cuanto infinitamente bueno en sí mismo.
Ello corresponde perfectamente con
la naturaleza que Dios ha dado al hombre, por la que única y exclusivamente podemos unirnos con Dios como razón de verdad,
mediante la inteligencia y mediante la razón de bien, mediante la voluntad y esta última tiene la apropiación de bien para
nosotros, mediante la operación de la esperanza y de amable en sí mismo, mediante la caridad.
Así, la Fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios en el entendimiento por la cual asentimos
firmemente a las verdades divinamente reveladas apoyados en la autoridad o testimonio del mismo Dios, que no puede engañarse
ni engañarnos.
Mediante la Esperanza confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios
para llegar a ella apoyados en el auxilio omnipotente de Dios.
Asimismo, la Caridad sobrenatural es la virtud
teologal, superior a la Fe y a la Esperanza (I. Cor. 13, 13), infundida
por Dios en la voluntad por la que amamos a Dios por sí mismo sobre todas las cosas y a nosotros y al prójimo por Dios. Por ello se trata de una virtud estrictamente sobrenatural, sin la cual, todos los
actos carecen del valor sobrenatural, como lo expresa San Pablo, esto es, todo acto que no ha sido hecho por el amor de Dios,
por grande que parezca a los hombres, no tiene valor sobrenatural ni sirve de algo al hombre, ni siquiera a su prójimo, por
lo que al parecer del Apóstol de las gentes, es igual a hacer nada (I. Cor. 13, 1-3).
Señala el Catecismo Oficial de la Iglesia Católica (2013) “Todos los fieles, de cualquier
estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad’ (LG 40).
Todos son llamados a la santidad: ‘Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).
Las virtudes teologales tienen por objeto inmediato al mismo Dios, con los actos correspondientes de creer, esperar y amar.
Virtudes cardinales, dones y frutos
del Espíritu Santo, bienaventuranzas y obras de misericordia.
Como ha quedado establecido, adicional
a las virtudes teologales, Dios infunde en el alma justificada por la Gracia otra serie de energías sobrenaturales para
obrar virtuosamente según las exigencias de la vida divina que crece y se desarrolla
en la persona. Se llaman virtudes morales o cardinales.
Es preciso aclarar que la diferencia
entre las virtudes teologales, que tienen por objeto inmediato a Dios mismo, las virtudes morales inclinan y disponen a las
potencias del hombre, inteligencia y voluntad, para seguir el dictamen de la
razón iluminada por la Fe con relación a los medios conducentes
al fin sobrenatural. Las virtudes morales recaen sobre los medios más oportunos
para llegar al fin que es Dios. Sirven para practicar de manera cada vez más
perfecta la vida en las virtudes teologales. Son numerosas, pero la escritura pondera las siguientes: prudencia, justicia,
fortaleza y templanza.
Prudencia sobrenatural.
Es una virtud especial infundida
por Dios en el entendimiento práctico para el recto gobierno de nuestras acciones particulares en orden al fin sobrenatural. Controla al sujeto y al modo de ejercer
las virtudes teologales y el resto de las virtudes cardinales por razón del propio sujeto, para que el acto sea a su debido
tiempo y teniendo en cuenta todas las circunstancias. Es el timón de la nave
donde viajan todas las virtudes.
Justicia sobrenatural.
Como virtud cardinal no se le considera
en su sentido bíblico, que es sinónimo de santidad, sino como virtud especial. Se define como una virtud sobrenatural que
inclina constante y perpetuamente a la voluntad
a dar a cada uno lo que le pertenece estrictamente.
La justicia está integrada por:
hacer el bien y evitar el mal. Se subdivide en tres especies: justicia legal,
justicia distributiva y justicia conmutativa. Sus principales virtudes derivadas son:
Religión: con respecto a Dios; Piedad: con respecto a los padres, los
hijos, los hermanos, los esposos, los niños y los ancianos, y el prójimo en general, así como al cumplimiento de las obligaciones
que se derivan de las leyes de los hombres correspondientes al país en que se ha nacido. Obediencia: con respecto a los superiores
legítimos, que excluye la obediencia a cometer pecado o por encima del amor a Dios; Gratitud: por los beneficios recibidos
y la amistad o afabilidad en el trasto con el prójimo.
Fortaleza sobrenatural.
Es un hábito sobrenatural que robustece
el ánimo para enfrentar con energía los mayores peligros o dificultades en el camino de la virtud, sin desfallecer ante los
más duros trabajos.
Los dos actos que constituyen a
la fortaleza son: atacar y resistir. “Unas veces hay que atacar para la defensa del bien, y otras resistir con firmeza
los asaltos y dificultades, para no retroceder un paso en el camino emprendido. De estos dos actos el principal y más difícil
es el de resistir o soportar las dificultades sin desfallecer. Por eso, el acto del
martirio , que resiste hasta la muerte antes que abandonar el bien, constituye el acto principal de la virtud de la fortaleza”
(Royo Marín, Op. Cit. p, 296). Las virtudes derivadas de la fortaleza o partes potenciales son: magnanimidad o grandeza del
alma, que se manifiesta al perdonar los agravios cometidos en contra de uno y ofrecer sacrificios por los que los cometen. Sigue la paciencia y longanimidad, que consiste en sobrellevar con el silencio prudente,
pero sin agraviar a la justicia y la defensa del bien que procede de cumplir el primer mandamiento de la ley de Dios, de manera
heroica y callada las privaciones y sufrimientos que Dios permita que suframos.
Asimismo, la perseverancia, que
consiste en el cumplimiento firme y constante de la voluntad de Dios expresada en los 10 mandamientos y en los consejos del
Evangelio.
Templanza sobrenatural.
Es lo mismo que moderación y tiene
por objeto, como virtud especial infundida por Dios, moderar la inclinación de la naturaleza humana hacia las cosas deleitables,
sobre todo hacia los placeres del gusto y del tacto, conteniéndolos dentro de los límites de la razón iluminada por la fe.
Esta nos hace usar de los placeres lícitos con un fin honesto y sobrenatural, en la forma señalada por la Ley de Dios a cada uno según su estado de vida y condición. La templanza inclina a la mortificación incluso de muchas cosas lícitas, para mantenernos alejados del pecado y tener perfectamente
sometida a la vida pasional.
Las virtudes derivadas de la templanza
son: la abstinencia, la castidad, la mansedumbre, la clemencia y la humildad.
Los Dones del Espíritu Santo.
Son perfecciones sobrenaturales,
regalos de Dios por las cuales el hombre se dispone a obedecer prontamente a la inspiración divina, la cual es un impulso
y moción especial del Espíritu Santo, no como una invitación sobrenatural de Dios, común, a hacer algún bien o a evitar algún
mal, sino un impulso venido de Dios de forma directiva para ejecutar lo que en el aquí y en el ahora, Dios mueve al alma.
Son hábitos, no solo actos o disposiciones
dadas transitoriamente y son infundidos por Dios para que obre de modo sobrehumano con cierta connaturalidad a las cosas divinas
y con cierta experiencia de ellas, como movido por instinto del Espíritu Santo, que exigen en el hombre y le disponen para
ser una disposición habitual para obrar.
Los dones del Espíritu Santo son
diversos y distintos de las virtudes infusas y adquiridas. Las virtudes adquiridas ven el objeto como susceptible de ser dirigido
por las reglas del conocimiento y de la prudencia adquiridas. Las virtudes infusas ven al objeto como dirigible por las reglas
del conocimiento y prudencia igualmente infusas, esto es, por la luz de la fe y de la gracia, pero siempre conforme al modo
y capacidad humana, o sea con la razón que especula, delibera y aconseja.
En cambio los dones del Espíritu
Santo ven su objeto como asequible de un modo más alto, esto es, por afecto interno y especial instinto del Espíritu Santo,
fuera de las leyes de la especulación y de las reglas de la prudencia.
Los dones del Espíritu Santo o bien
se ordenan o mueven a obras extraordinarias por razón de la fe , que no suelen ocurrírsele a los fieles, o bien y con mayor frecuencia, a materia ordinaria de las virtudes, pero de modo extraordinario o sin previo examen.
Es a través de la virtud teologal
o cardinal correspondiente, que los dones del Espíritu Santo influyen sobre todas las demás virtudes derivadas de aquellas,
de manera que no hay una sola virtud sobrenatural, ya sea directamente, o a través de alguna teologal o cardinal, deje de
recibir la influencia de alguno o de algunos de los dones de Espíritu Santo.
Una mis a virtud puede recibir la
influencia de varios dones en distintos aspectos; así como un mismo don puede dejarse sentir, en diversos aspectos, sobre
varias virtudes distintas.
De esta manera la influencia de
los dones del Espíritu Santo abarca por completo todo el panorama de las virtudes
sobrenaturales o infusas, haciendo que sus actos se produzcan con una modalidad sobrehumana, heroica y divina, que jamás hubiera
podido alcanzar por sí misma, desligada de la moción divina de los dones.
Por ello es imposible alcanzar la
santidad o plena perfección cristiana fuera del régimen habitual o predominante de los dones del Espíritu Santo, que es lo propio
y característico de la vida mística.
Son siete los dones del Espíritu
Santo según Isaías (II, 2-3): entendimiento, sabiduría, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios.
Don de temor de Dios.
Es un hábito sobrenatural por el cual el justo, bajo el instinto del Espíritu Santo, adquiere docilidad especial para someterse totalmente
a la divina voluntad, por amor y reverencia a la excelencia y majestad de Dios,
que puede infligirnos la separación de Él.
Don de Fortaleza.
Des un hábito sobrenatural que robustece
al alma para practicar, por instinto del Espíritu Santo, toda clase de virtudes heroicas con invencible confianza en superar
los mayores peligros o dificultades que puedan surgir. Se diferencia de la virtud de la fortaleza, tanto adquirida como infusa,
en cuanto que ésta obra según las comunes reglas de la prudencia natural o sobrenatural,
conforme a las cuales mide y calcula sus fuerzas y acciones naturales y sobrenaturales. El don del Espíritu Santo de
la Fortaleza, actúa no midiendo las fuerzas y acciones
conforme a la prudencia, sino obrando conforme a las fuerzas y el brazo de Dios, de un modo sobre humano y fuera de todas
las reglas de prudencia aún infusa.
Mientras la fortaleza adquirida
o infusa, tiende a lo arduo y a lo difícil conforme a las reglas de la prudencia
y al modo humano y capacidad del sujeto, contando con la defectibilidad y flaqueza
de sus fuerzas y su miedo, lo cual es causa de que el ejercicio de la virtud fracase,
esto es el sujeto mismo, el don del Espíritu Santo consolida la debilidad del sujeto y expulsa todo temor y por moción
del Espíritu Santo obra como si la virtud y energías divinas fueran propias.
Los efectos que produce el don de
la Fortaleza son:
Energía inquebrantable en el alma en la práctica de la virtud. Destruye
completamente la tibieza en el servicio y la entrega a Dios de la persona y de los bienes que posea. Convierte al alma en
intrépida y valiente ante toda clase de peligros o enemigos. Hace soportar con
facilidad los mayores dolores y humillaciones con gozo y alegría. (No implica callarse la defensa de Dios y de su ley, salvo
las precauciones advertidas por el Señor, de no echar lo santo a los perros ni las perlas a los puercos y de ser prudentes
como las serpientes y mansos como las palomas). Proporciona al alma el heroísmo de lo pequeño, además del heroísmo de lo grande.
Don de Piedad.
Es un hábito sobrenatural, infundido
con la gracia santificante, para excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal hacia todos los hombres
en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre. Es indispensable para perfeccionar
hasta el heroísmo la materia de la virtud de la justicia y sus derivadas, principalmente la religión y la piedad.
Pone en el alma una ternura magnánima
y abundante hacia el Padre que está en los cielos. Nos hace adorar el misterio de la paternidad intratrinitaria. Pone en el
alma un abandono filial en los brazos del Padre. Nos hace ver al prójimo como hijo de Dios y hermano de Cristo, y ver por
su salvación. Mueve al amor y devoción a las personas o cosas que participan en la paternidad de Dios y de la fraternidad
cristiana: la Virgen María, los ángeles, las almas
del purgatorio, el Papa, los superiores, el cumplimiento de las leyes de los hombres, ; las sagradas escrituras, la Santa Misa y lo que sirve a su celebración, impulsando en nosotros
la entrega al sagrado misterio y suscitando un dolor por los agravios que se cometan en esta materia.
Don de Consejo.
Es un hábito sobrenatural por el
cual el alma justa, bajo inspiración del Espíritu Santo, juzga rectamente, en los casos particulares, lo que conviene hacer
en orden al fin último y sobrenatural. Perfecciona la virtud de la prudencia, en casos repentinos, imprevistos y difíciles de resolver, que requieren de una solución rápida, que no podría dar la simple virtud de la
prudencia con su procedimiento humano, lento y discursivo.
Preserva al alma del peligro de
una falsa conciencia. Resuelve con seguridad infalible y acierto, multitud de situaciones difíciles e imprevistas. Inspira
los medios más oportunos para dirigir santamente a los demás, en el ejercicio de su responsabilidad cuando tiene gobierno
sobre otros. Aumenta la docilidad y sumisión a los legítimos superiores.
Don de Ciencia.
Es un hábito sobrenatural, infundido
con la gracia, por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, juzga rectamente de
las cosas creadas en orden al fin sobrenatural. Es necesario para que la virtud de la
Fe pueda llegar a su plena expansión y desarrollo. “No basta conocer la verdad –aunque sea con
esa penetración profunda que proporciona el don del entendimiento..--; es preciso que se nos de también un instinto sobrenatural
para descubrir y juzgar rectamente de las relaciones de esas verdades divinas con las cosas creadas, principalmente con el
mundo natural y sensible que nos rodea”. (Royo Marín. Op. Cit. p. 320)
Efectos: Nos enseña a juzgar rectamente de las cosas creadas en orden a Dios. Nos guía certeramente acerca de lo
que tenemos que creer o no creer. Nos hace ver con prontitud y certeza el estado
de nuestra alma. Nos inspira el modo más acertado de conducirnos con el prójimo en orden a la vida eterna. Nos desprende de
las cosas de la tierra. Nos enseña a usar santamente de las criaturas y cosas de la tierra, en orden al fin sobrenatural de
amar a Dios. Nos llena de contrición, compunción del corazón y arrepentimiento de
nuestros pasados errores.
Don de Entendimiento.
Es un hábito sobrenatural, infundido
con la gracia santificante, por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora
del Espíritu Santo, se hace apta para una penetración intuición de las verdades reveladas especulativas y prácticas
y hasta de las naturales en orden al fin sobrenatural.
Más que el don de la ciencia es
indispensable para que la virtud teologal de la Fe llegue a su
expansión y desarrollo. Por mucho que se ejercite la fe al modo humano y discursivo, que e la vía ascética, nunca se podrá
perfeccionar ni desarrollar, ya que se requiere de modo indispensable e insustituible
la acción del don del entendimiento, que es la vía mística, esto es, infundido
por Dios.
“El conocimiento humano es
de suyo discursivo, por composición y división, por análisis y síntesis, no por simple intuición de la verdad. De esta condición
general del conocimiento humano no escapan las virtudes infusas al funcionar bajo el régimen de la razón y a nuestro modo
humano (ascética) . Pero siendo el objeto primario de la Fe la
Verdad Primera manifestándose (o sea, el mismo Dios hablando), que es una realidad simplicísima, el modo discursivo, complejo
de conocerla, no puede ser más inadecuado ni imperfecto. La Fe
de suyo es un hábito intuitivo, no discursivo; y por eso, las verdades de la fe no pueden ser captadas en toda su limpieza
y perfección (aunque siempre en el claroscuro del misterio) más que por el golpe de vista intuitivo y penetrante del don del
entendimiento. O sea cuando la fe se haya liberado enteramente de todos los elementos discursivos que la impurifican y se
convierta en una fe contemplativa o intuitiva. Entonces se llega a la fe pura, tan insistentemente recomendada por San Juan
de la Cruz como único medio proporcionado para la unión de
nuestro entendimiento con Dios”. “..le hace penetrar en las verdades reveladas de una manera tan profunda y se las manifiesta con tal claridad que, sin descubrirle
del todo el misterio –cosa reservada a la visión beatífica-- le da una
seguridad inquebrantable de la verdad de nuestra fe”. (Royo Marín. Op. Cit. p. 323).
Don de Sabiduría.
Es un hábito sobrenatural, inseparable
de la caridad, por el cual el alma juzga rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas y altísimas causas bajo
instinto especial del Espíritu Santo, que se las hace saborear por cierta connaturalidad y simpatía. Es el más perfecto de
los dones y es el encargado de llevar a su perfección a la primera y más excelente de todas las virtudes: la caridad.
Por ser la caridad la virtud más
excelente, la más perfecta y divina, está reclamando y exigiendo por su misma naturaleza, la regulación divina del don de
la sabiduría.
Sin la sabiduría, la caridad se
asfixiaría, limitada a los estrechos senderos humanos, ya que se le imponen cargas de prudencia y mezquindades de intereses,
incluso muy apoyados por citas de la escritura para asfixiarla en su excelencia divina sin ataduras.
Efectos: Proporciona a los que la
aman y le abren su corazón el sentido divino, de eternidad con que juzgan todas las cosas. Hace vivir de un modo enteramente
divino los misterios de nuestra fe. Hace vivir en sociedad con las tres divinas personas, mediante una participación inefable
de su vida trinitaria. Lleva hasta el heroísmo la virtud de la caridad. Proporciona a las demás virtudes el último rasgo de
perfección y acabamiento, haciéndolas verdaderamente divinas.
Los Frutos del Espíritu Santo.
Los frutos del Espíritu Santo y
las Bienaventuranzas, son actos exquisitos de virtud procedentes de los mismos
dones del Espíritu Santo. Estos frutos se producen cuando el alma del cristiano corresponde dócilmente al la moción del Espíritu Santo. Sin embargo hay que aclarar que no todos los actos que proceden de la
gracia tienen razón de frutos, sino únicamente los más excelsos, que llevan consigo cierta suavidad y dulzura; son actos procedentes
de los dones del Espíritu Santo. Al mismo tiempo que son frutos con relación
a la vida temporal, “son flores con relación al fruto final de la vida eterna, que ya anuncian y que hacen pregustar
al alma” (Royo Marín. Op. Cit. p. 239).
Son menos perfectos que las bienaventuranzas;
todas las bienaventuranzas son frutos, pero no todos los frutos son bienaventuranzas.
Son actos virtuosos del hombre santificado
y en su calidad de frutos son últimos y deleitables. Son el preludio de la felicidad eterna. Son contrarios de manera absoluta
a las obras de la carne.
Caridad.
Siendo la reina de las virtudes,
cuando los actos de caridad se producen con suavidad y dulzura, constituyen el fruto del Espíritu Santo.
Gozo Espiritual.
Es uno de los tres principales efectos
internos que produce la caridad. Es una felicidad suave y permanente que procede de la pureza de conciencia y de la elevación
del alma a las cosas dignas.
Paz.
Siendo que la paz es obra de la
justicia, en cuanto que esta aparta obstáculos y de manera directa procede de la caridad porque esta causa o produce la paz
por su propia razón, ya que siendo la caridad la virtud unitiva por excelencia, de esta unión con Dios brota la paz.
Longanimidad.
Como virtud derivada de la fortaleza
que da firme ánimo para tender a algo bueno que está lejano, cuya consecución se hará esperar por algún tiempo, como fruto
es la espera deleitosa del que ha llegado a ese momento de esperar al amado, sin otra cosa más que esperar a que llegue.
Afabilidad.
Como fruto del Espíritu Santo es
deleitable en su ejercicio cuando se trata con los semejantes.
Bondad.
Es el gozo al vivir con el prójimo
la sencillez, la amabilidad, la complacencia, con un particular cuidado con gozo de servir a los demás y de no dañarles, con
generosidad, magnanimidad y desinterés. El trato no es brusco, su tono de voz no es imperioso. No se contradice con la energía
del que denuncia o amonesta, sino que encuentra el medio de diferenciar lo que es una cosa y otra con el mismo prójimo. No
escatima su tiempo cuando se trata de ponerlo al servicio del prójimo, sobre todo cuando se trata de su salvación.
Fe.
Es una particular seguridad y firmeza
que causa en el alma un gozo y deleite inefable al contemplar lo que la virtud teologal del mismo nombre le ofrece.
Mansedumbre.
Es el gozo del alma por hacerse
tratable por todos los demás, incluso por los enemigos de la fe y los pecadores, aunque se haya ejercitado con ellos la denuncia
profética o la amonestación. Es hacerse todo para todos.
Templanza.
Se expresa en el gozo del alma del
cristiano en vivir la modestia, que consiste en cohibir y restringir los apetitos
desordenados de la concupiscencia. El goce es como el de los vencedores de una guerra.
Asimismo es el gozo en vivir la continencia, mediante la privación del placer. Alcanza su perfección al adquirir la
virginidad de espíritu, participada por María al que se la pide. Además consiste en el gozo del alma del cristiano por vivir
la castidad, que consiste en el recto uso de las cosas lícitas, para referirlas a Dios para su mayor gloria. Esto se hace
de modo permanente, en forma de hábito y de acto siempre en ejercicio. Lo primero es de los bienaventurados, lo segundo de
los justos en la tierra, lo tercero es lo que debemos procurar adquirir los cristianos, hasta lograrlo siempre.
Las Bienaventuranzas Evangélicas.
Los hechos que constituyen las bienaventuranzas
expresadas por Nuestro Señor Jesucristo son el punto culminante y coronamiento definitivo en la tierra, de toda la vida cristiana.
La vida en el Reino de Dios tiene una progresión gradual fundada en las obras sobrenaturales de virtud. Primero son los actos
virtuosos comunes bajo el influjo de la gracia actual y poseyendo el hábito de las virtudes infusas, pero que siempre se realizan
por el cristiano en su modalidad humana.
En segundo lugar se encuentran los
actos virtuosos procedentes de los dones del Espíritu Santo, con su modalidad divina y sobrehumana. Estos actos pueden ser
de dos clases. La primera clase es la de los actos se producen con madurez, facilidad y gusto y corresponde a los frutos del
Espíritu Santo. La segunda clase es la de los actos como virtudes heroicas, cuando
la acción de los dones es desbordante y dominadora, constituyen actos exquisitos, maduros y deleitables en grado excelso,
y son los que constituyen a las bienaventuranzas evangélicas. Son como el anticipo del goce de la visión de Dios.
Lo mismo que los frutos del Espíritu
Santo, no son hábitos sino actos. Y cada uno de ellos lleva consigo una recompensa inefable.
Santo Tomás de Aquino explica que los actos de las bienaventuranzas se indican como méritos y son preparaciones o disposiciones
para la felicidad perfecta o incoada. Las bienaventuranzas que Cristo ha señalado como premios, pueden ser en sí mismas o la bienaventuranza perfecta, y es cuando se refiere a la vida futura, o alguna incoación de la bienaventuranza que se da en las almas perfectas, y entonces
pertenecen como premios a la vida presente, ya que cuando el cristiano empieza a progresar en los actos de las virtudes y
de los dones, puede esperarse de él que llegará a la perfección de esta vida y a la del cielo.
El premio de las bienaventuranzas
se inicia en esta vida y se consumará de modo perfecto en el cielo.
“Todos los premios se consumarán
perfectamente en la vida futura; pero, entre tanto, también se iniciarán de algún modo en esta. Porque el reino de los cielos
puede entenderse, dice San Agustín, como el principio de la sabiduría perfecta, cuando empieza a reinar en ellos el espíritu.
La posesión de la tierra señala también el buen afecto del alma que reposa por el deseo en la estabilidad de la herencia perpetua,
significada por la tierra. Son consolados también en esta vida, participando del Espíritu Santo, que es el Paráclito, es decir,
el Consolador. Y son saciados, aún en esta vida con el alimento del que habla el Señor: “Mi comida es hacer la voluntad
de mi Padre” (Jn. 4, 34). También en esta vida consiguen los hombres la misericordia de Dios, y, también en este mundo,
purificada la visión del ojo por el don del entendimiento, pueden de algún modo ver a Dios. Y, finalmente, los que pacifican
en esta vida sus deseos y movimientos, asemejándose cada vez más a Dios, se llaman y son verdaderamente hijos de Dios. Todo
esto, no obstante, se realizará de un modo más perfecto en la gloria”. (Santo Tomás de Aquino. Citado por Royo Marín.
Op. Cit. p, 339).
Cristo pone en primer lugar la libertad
frente a los obstáculos que impiden la unión con Dios, por eso enumera primero las riquezas y los honores, para de allí avanzar
hacia la perfección que se corona con la persecución por su causa.
De los Pobres de Espíritu es el
reino de los cielos (Mt. 5, 3).
Consiste en tener el corazón perfectamente
desprendido de las cosas de este mundo, se incluye la negación de sí mismo, sin la cual no se puede aspirar a la vida eterna
y es tan radical la exigencia de Cristo, que incluye la no apropiación de personas y afectos a la par o por encima del Reino
de Dios. Quien ame más a su padre a su madre, a su esposa o a sus hijos, no es digno de Cristo. El que coloque cualquier posesión
de su voluntad a la par o por encima de la posesión de Dios no puede poseer el premio, que es el reino e los cielos.
Cabe señalar que respecto de los
bienes materiales, es más propicia la pobreza material que la posesión de riquezas para obtener la felicidad de los pobres
de espíritu y poseer el reino de los cielos, ya que es muy difícil a los ricos entrar en el reino (Mt. 19, 23); quien haya
recibido el consuelo del dinero, no recibirá por ello el Reino de los cielos
(Lc. 6, 24); y no se puede servir a Dios y al dinero (Lc. 16, 13). Por razón natural es más fácil no apegarse a las riquezas
y a los bienes de la tierra cuan do no se tienen , que desprenderse de estas cuando
se poseen y es más fácil caer en la avaricia cuando se tienen las riquezas y caer con ello en la idolatría como dice San Pablo.
Los Mansos de Corazón poseerán la
tierra (Mt. 5, 4)
La mansedumbre existe en la vida
del cristiano, como virtud y como fruto del Espíritu Santo, pero también es un acto excelso de la corona de la vida cristiana,
como bienaventuranza. Su contrario es la voluptuosidad, que consiste en seguir la satisfacción de las pasiones del apetito
irascible y del concupiscible. “Del desorden de las pasiones irascibles retrae la virtud de la mansedumbre según la
regla de la razón; pero los dones del Espíritu Santo lo retraen de un modo más excelente, hasta el punto de que el hombre,
conformándose del todo con la voluntad divina, permanezca completamente tranquilo con relación a ellas”; se requiere
de violencia contra nuestras inclinaciones (Lc. 16, 16) para obtener la mansedumbre de Cristo (Mt. 11, 29) y saborear la suavidad
de su yugo, porque que nos pide que aprendamos de Él . “Manso es aquel
a quien no se le pega el rencor ni la ira, sino que todo lo sufre con ecuanimidad”. (Royo Marín Op. Cit. p, 341-342). No se refiere a la energía y la determinación, firmeza de la voz e incluso ironía
para afrentar al enemigo de la Fe, cuando así se requiera, o
al ejercicio de la amonestación conforme a lo dicho en el caso de la Piedad.
Los que lloran serán consolados
(Mt. 5, 5).
Esta bienaventuranza, como las dos
anteriores, implica la renuncia de algo que pertenece a la vida voluptuosa, que expresa su conformidad con la carne y el mundo
mediante la risa por el desenfreno de toda clase de placeres pecaminosos. Mientras la virtud retrae de los placeres ilícitos
y modera los lícitos por la regla de la razón, el don del Espíritu Santo mueve
a la renuncia total e incluso se abraza voluntariamente del llanto, que es expresión corporal del acto de la compunción del
corazón, que siente un profundo dolor por sus pecados por haber ofendido a Dios que tanto nos ama y que merece nuestro amor,
y por los pecados de los hombres, e incluso se duele por la indiferencia y desamor para Dios por parte de la humanidad en
general.
Los que tienen hambre y sed de Justicia
serán saciados (Mt. 5, 6).
Justicia equivale a santidad. Se
trata del deseo ardiente de perfección y santidad. Existen varios niveles en este deseo, como el desear alcanzar un mayor
grado de gloria en el cielo; desear cumplir el mandato de Cristo que quiere que seamos santos y olvidarse completamente e sí mismo y no tener por objetivo sino la mayor gloria de Dios con nuestra santificación. Este último es el acto perfecto en que consiste la bienaventuranza. Para que
el acto sea perfecto, requiere que sea sobrenatural, procedente de la gracia divina y orientado a la mayor gloria de Dios;
debe ser un acto profundamente humilde, sin apoyarlo jamás en nuestras propias fuerzas; debe ser un acto sumamente confiado,
ya que si bien nada podemos, todo lo podemos en Dios (Flp. 4, 13). Debe ser un acto predominante, esto es más intenso que
cualquier otro deseo, el deseo fundamental de toda nuestra vida. Debe ser constante y progresivo, sin olvidos o para cuando
tengamos tiempo. Debe ser práctico y eficaz, no de un quisiera, sino de un quiero determinante, enérgico, efectivo y eficaz,
que se traduce en la práctica poniendo todos los medios a nuestro alcance para
conseguir la perfección a toda costa.
Los Misericordiosos alcanzarán misericordia
(Mt. 5, 7).
Es una virtud especial que proviene
de la caridad, que nos inclina a compadecernos de las miserias y desgracias del prójimo y a remediarlas en cuanto dependan
de nosotros. Se trata de la mayor de las virtudes que podemos practicar con relación al prójimo. Como acto con relación a
nosotros, se desprende del agravio por alguna acción que el prójimo haya cometido y que nos afecte directa o indirectamente
de modo personal, como en el caso del administrador infiel (Lc. 1, 12). Como acto con relación a la necesidad de otros, incluyendo
a los enemigos y a los desconocidos, consiste en ponerles el remedio que esté a nuestro alcance, como también nos enseña el
buen samaritano (Lc. 6. 33-36; Lc. 10, 25-37): dar limosna y socorrer al necesitado. Como acto exquisito de amor a Dios y
al prójimo por Dios, consiste en hacer lo que esté a nuestro alcance para que el prójimo se salve. Entre los actos para ejercer
esta misericordia, se encuentra el ejemplo que se da con el ser justos delante
de Dios y enseguida enseñando a los demás acerca de las cosas de Dios, así como amonestando al prójimo cuando se encuentre
en el error o en el pecado y denunciando el mal proceder y el daño, en el marco del ejercicio de la denuncia profética que
con la debida instrucción y los dones de ciencia, consejo, entendimiento y fortaleza, debemos realizar. Semejante al trabajo
de un médico con un enfermo al que hay que cortarle la pierna para salvar su vida, es la amonestación y la denuncia profética
que hace el cristiano para salvar a su prójimo.
Los Limpios de Corazón verán a Dios
(Mt. 5, 8).
Se trata de la limpieza de todo
pecado y es efecto del don de entendimiento, por el cual el Espíritu Santo purifica y eleva hasta tal punto la visión espiritual
del alma, que se le permite ver a Dios desde esta vida en todo cuanto existe. La limpieza de corazón consiste primeramente
en estar libre de todo pecado, enseguida, en estar libre de todo afecto por las cosas creadas y en grado perfecto, en alcanzar
la virginidad de espíritu. A semejanza de la Santísima Virgen
María, que es la criatura original en la que Dios depositó todos los decretos de la creación y de la redención, en la medida
en que el cristiano cumple debidamente con sus deberes desde el estado particular en que se encuentra, y se eleva, por la
ordinaria imitación de Cristo desde el seno inmaculado de la Virgen
María y habiendo pedido con suavidad e insistencia el don de la virginidad de espíritu, la obtendrá de María
y se convertirá en madre de Cristo (Mt. 12, 50), la cual es virgen, lo cual no sería posible para el cristiano, sin que cumpla
debidamente la voluntad de Dios. El don de lágrimas ha sido señalado, por los padres del desierto, como un fruto de los que
siendo limpios de corazón han alcanzado la virginidad de espíritu, esto es, aquella semejanza con Dios que tiene como el tesoro
de su identidad la Santísima Virgen María, y de
donde procede su virginidad y que Ella da a quien quiere y que se lo ha pedido, ya que Ella es el original de toda la creación
y de la redención del hombre, al que han de asemejarse todos los verdaderos hijos de Dios, tal como Cristo lo hizo, ya que
no existe criatura alguna más semejante a María que Cristo ni mas semejante a Cristo que María, puesto que uno y otro se tienen
por original conforme a la naturaleza, oficio y misión de cada uno.
Los Pacíficos serán llamados hijos
de Dios (Mt. 5, 9).
Los pacíficos son los que viven
la paz de Cristo, que no es como la que da el mundo (Jn. 14 27), ya que por Cristo, hay división y espada y al mismo tiempo
existe paz en quienes viven y sufren la división y la espada por su nombre, ya que viven la tranquilidad del orden de dar
a Dios los que es de Dios. La paz y la acción pacificadora puede iniciar con la promoción del no conflicto, pero diferenciando
de manera clara y bien determinada, la calma, el bienestar y tranquilidad que
tiene por fundamento las convenciones entre los hombres o las que procedan de sus acuerdos de intereses personales, grupales
o sociales, y del cumplimiento de la ley de Dios, de cuyo árbol procede la paz verdadera que tienen los que son de Cristo.
Tiene paz con Dios, la paz verdadera, aquel que cumpliendo su voluntad, ejerce la denuncia y la amonestación cristianas y que de estos actos vengan conflictos, señalamientos y persecuciones, e incluso
sea señalado como perverso, agente de discordia, virulento, agresivo o violento.
De los que padecen persecución por
la justicia es el Reino de los Cielos (Mt. 5, 10).
La palabra justicia en lenguaje
bíblico equivale a santidad, el cumplimiento íntegro y perfecto de la ley de
Dios. Justo es lo mismo que santo. Baste decir que Cristo dijo (Jn. 3, 20) que el que obra el mal, odia la luz y no viene
a la luz por que sus obras no sean reprendidas, y esta es la verdadera razón de las persecuciones que padecen los justos por
parte de los malvados, los que obran injustamente. Primeramente el hombre justo es perseguido por las inclinaciones de su naturaleza, hasta que con una vida virtuosa las vence. Enseguida e perseguido por los recuerdos de
la vida disipada, hasta que con el ejercicio de la virtud los vence. Asimismo, es perseguido por el demonio con toda clase
de tentaciones y seducciones y con ayuda de Dios vence. También es perseguido por los hombres, que pueden incluso ser sus
hermanos, su madre y parientes, vecinos y conocidos, frente a lo cual no ceja
el ejercicio de la virtud, de la denuncia, de la amonestación, salvo los casos establecidos por el mismo Cristo, respecto
de aquellos que compara con perros y puercos. También ejerce la prudencia de las serpientes y huye cuando es necesario (Lc.
21, 20-22). Las persecuciones son la confirmación de la vida en Cristo. Esta bienaventuranza no es entendida por los que están
en vías de perdición, por causa de la ceguedad en que se encuentran sumergidos por el pecado, las preocupaciones del mundo,
las riquezas y las ocupaciones en sí mismos y esto lo advierte San Pablo: “La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan,
es fuerza de Dios” ( I Cor. 1, 18).
Los benditos del Padre (Mt. 31-34)
Finalmente debemos señalar que hay
una serie de actos por los que Cristo en persona reconocerá a los que son de su redil y que son la personalidad y el modo
de ser del cristiano, que habiendo vivido todo lo que hemos expuesto hasta este momento ha servido a Cristo como Él quiere.
Estos actos son la suma de toda
la virtud y de toda la vivencia del ser sobrenatural que hemos expuesto: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento,
hospedar al peregrino o al que va de camino, vestir al desnudo, visitar al enfermo y al prisionero.
Además implican a una serie de actos
que son recurrentes en la vida del cristiano y que son perfectamente señalados por los dones de ciencia, sabiduría y consejo,
para realizarse debidamente y por el influjo de la caridad, que es amar al prójimo por Dios como a sí mismo.
Así, el hambre, la sed, la itinerancia,
la desnudez, la enfermedad y la prisión, significan, para cada caso de la vida que corresponda a la necesidad material y espiritual,
la carencia que particularmente debemos remediar en el prójimo, que es el mismo Cristo.
Sin duda alguna, este es el llamado
definitivo a tomar posesión del Reino de Dios por la eternidad, a quienes se han revestido de Cristo por María con el traje
de virtudes, dones y frutos que se ha expuesto y que han vivido el Reino de Dios como se puede vivir en la tierra, esto es
la misma vida divina en la Fe, la Esperanza y la Caridad.
Conclusiones
Amados hermanos: Hemos expuesto
de modo sencillo y claro la ciencia de la salvación, la santificación; le deificación del hombre; su verdadera liberación
y el ejercicio de los derechos divinos que Cristo nos ganó con su lucha por todos los hombres que ha habido en la tierra y
que habrá hasta el fin del mundo. La ciencia de la compunción del corazón para alcanzar en su perfección a la caridad perfecta
en la tierra.
Les menciono también acerca de los
guerreros crucíferos, que portan la Cruz de Cristo, que a mi parecer, desde toda la eternidad y en todos los rincones de la tierra, tienen vocación
para cumplir con lo aquí expuesto, mediante la práctica silenciosa, resuelta y constante, de lo expuesto.
A estos y a todos cuantos se interesen
en estos temas, les advertimos el riesgo de caer en las redes de la ideología consistente en la práctica de solo leer este
texto y conformarnos con los sentimientos que vengan después de leerlo. Es autoengaño. Esa práctica es una tentación del demonio,
muy al modo de ser del hombre, en la que se encuentran sumergidos muchos de nuestros hermanos, clérigos y ministros muchos
de ellos, incluso obispos. En numerosas diócesis se suele promover sólo el estudio de las cosas de Dios, impulsando el aumento
del conocimiento, pero dejando de lado la vivencia de los mandatos de Dios, con el riesgo de vivir una herejía muy antigua
que en nuestros tiempos, renovada con materiales nuevos, tiene gran acogida por muchos prelados y responsables de pastoral,
en el seno de la Iglesia. Tal modo de vida se constituye en sistema de perdición.
Fe y obras fueron establecidas para
la salvación y quien las separe queda como anatema.
No entrará al Reino de Dios el que
sepa muchas cosas, sino el que sea santo, el justo. La santidad se obtiene no por muchas lecturas o discursos, ni por muchas
palabras escritas o muchos certificados de cursos, sino por la fe consumada por obras, por haber cumplido la voluntad de Dios,
consistente en el cumplimiento de los 10 Mandamientos, las 14 obras de misericordia,
como lo enseña Cristo, las cuales realizaremos con toda cabalidad en un estado de compunción, de don de lágrimas, de corazón
puro y de virginidad del espíritu de que hemos tratado aquí.
No discutimos sobre la multiplicidad
de textos que nos propongan nuestros pastores. Nosotros creemos que mucho tenemos ya con aprender el Catecismo Oficial de
la Iglesia Católica, el Código de Derecho Canónico
y meditar las Sagradas Escrituras.
En nuestro caso, quien quiera que
sea aquel que se conforme exclusivamente con saber estas cosas, pero que no las ponga en práctica como una forma de vida diaria,
no tiene la caridad de la que habla San Pablo, y no podrá ser ni portador de la cruz de Cristo ni del Espíritu Santo, y su acción tiene grave riesgo de servir a las filas del enemigo, al proponer al medio
como si fuera el fin.
El conocimiento no es un fin en
sí mismo, sino el medio de poner en práctica la voluntad de Dios, de alcanzar aquella caridad del fuego del Espíritu Santo
y aquel estado de amor a nuestro prójimo a que Cristo nos invita, que es el mismo que él nos dispensa, para llegar un día
a verlo cara a cara en la vida eterna.
Si queremos servir a Dios y al prójimo
a esto debemos dedicar la mayor parte de nuestro tiempo al testimonio con obras y no exclusivamente a retacar nuestra cabeza
de conocimientos o de llenar nuestra boca de palabras.
Para nosotros con saber lo necesario
es suficiente. No sea que tal y como ocurre con muchos, llenos de soberbia nos sintamos superiores a nuestros hermanos y los
despreciemos, utilizando nuestros muchos conocimientos para lograr reconocimientos humanos, posición económica y nos construyamos
nuestro propio altar, proclamando que lo que realmente sirve a la salvación es cosa del pasado, constituyéndonos en jueces
de nuestros hermanos como ocurre hoy en día con muchos que lean estas líneas, y que al oponerse se conviertan en anatemas,
como lo señaló San Pablo.
Tengamos esto presente, no sea que
Dios nos diga: “¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza,
y te hechas a la espalda mis mandatos? ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga
que llevas en el tuyo?”.
También conviene ser prudente y
obrar con consejo de hombres santos cuando haya que denunciar, con temor de Dios, quien si bien ordena denunciar, también
ordena no juzgar: “Con la vara que midas, serás medido” y “muerte y vida están en poder de la lengua”.
Por ello conviene esforzarse en adquirir la compunción del corazón, para obtener con ello el discernimiento de espíritus y
aplicarlo primero a nosotros mismos, y luego, impulsados por el espíritu, para enseñar a los demás.
Hagamos lo que dice el profeta:
“Yo me dije: vigilaré mi proceder para que no se me vaya la lengua, pondré una mordaza a mi boca. Guardé silencio resignado,
no hablé con ligereza”.
No nos oponemos a la ciencia ni
a la adquisición del conocimiento, la investigación ni la obtención de la verdad, por el contrario, los promovemos ampliamente,
toda vez que el mismo Cristo dijo que la verdad nos hará libres. Lo que hacemos es denunciar que la naturaleza caída del hombre
suele utilizar los muchos o pocos conocimientos para someter a su prójimo, en lugar de liberarlo. Esto lo hace a través de
mecanismos siempre novedosos, incluso a través de la adquisición y manipulación de conocimientos liberadores.
El conocimiento de este último proceso
de manipulación, incluso para muchos, sirve para crear nuevas formas de explotación de su prójimo y siendo la Iglesia una institución que es divina y humana, en esta última parte,
no se abstrae de ser víctima de quienes valiéndose de la autoridad moral que les dan los ministerios sagrados, se conviertan
en siervos malos y perezosos, malos administradores.
“Del corazón del hombre donde
salen las malas acciones”, dijo el Señor y “por sus frutos los conocerán”. Este caso, de denuncia, que es
muy delicado, no podemos obrar sin que hayamos recorrido el camino de la compunción del corazón, para poder decir con el profeta:
“No me he guardado en el pecho tu defensa, he contado tu fidelidad y tu salvación, pero ellos me rechazaron con desprecio”.
Debemos retomar la práctica antigua
de los padres de la Iglesia y de los padres del desierto.
Enseñar estas cosas, pero una vez que seamos pneumatóforos, esto es, portadores del Espíritu Santo, que solamente lograremos
con la vida divina, que obtendremos con la compunción del corazón y la práctica de la justicia de Dios que de esta se desprende.
Este es el objetivo del guerrero
crucífero: convertirse en un verdadero portador del Espíritu Santo, como lo hicieron los guerreros antiguos de la Tebaida, de cuyos textos nos hemos servido para proponer este Grito de
Guerra, tales como “Jesucristo, Ideal del Monje” y “Dios
Revelado por Cristo”, de BAC; “La Virgen María”,
del padre Antonio Royo Marín, también de BAC; “Tratado de la
Verdadera Devoción a la Santísima Virgen
María”, de San Luis de Montfort, “Maestro Bruno, Padre de Monjes”, “Colaciones”, de Casiano
y la “Regla de San Benito”, de modo que tengamos un puerto seguro y firme, con las enseñanzas de la Iglesia Católica, en comunión con ella, para cumplir en su totalidad
la misión a que hemos sido llamados todos aquellos que en el orbe, sabemos en nuestro corazón, porque Dios lo escribió, que
para esto hemos venido.
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