Introducción
El cumplimiento
del mandato de construir un templo, que expresó la Santísima Virgen de Guadalupe a través de San Juan Diego, inició con el
reconocimiento por parte del obispo fray Juan de Zumárraga en 1531 de la Aparición de Santa María, de su imagen en la tilma
y con la construcción de la Basílica de la Guadalupe.
Con
la canonización de Juan Diego, la Iglesia reconoce que la imagen de la Santísima
Virgen de Guadalupe estaba impresa también en el alma de Juan Diego, y SS Juan Pablo II proclama el camino hacia la consumación
de la voluntad de Nuestra Señora, de construir el templo con hombres, a través de la imitación del santo, quien se con su
humildad se revistió de la Virgen, que es la más perfecta imagen de Cristo que una creatura puede alcanzar. Con tal santidad
es posible alcanzar la más perfecta imagen del Padre Eterno y la perfección que El quiere de cada uno de los hombres, mujeres
y niños, que de esto tengan noticia. Es de esta manera como el ser humano da cumplimiento al mandato de Cristo: “Sed
Perfectos como vuestro Padre Celestial es Perfecto”, quien obró el misterio de la creación, la encarnación y la redención
a través de María. A través de Ella también dará conclusión a la historia terrena de la humanidad y culminará el inicio de
la historia celestial de toda la creación.
Para
explicar este grandioso acontecimiento, es necesario recapitular sobre los principales hechos de nuestra historia, la cual
inicia por el amor misterioso y eterno que Dios nos tiene por el que decidió
crear todo cuanto existe y coronar esa creación al hacerse hombre con superabundancia de Gracia y Gloria a través de María.
Ella estuvo presente por toda la eternidad en la divina voluntad misma de la creación del universo, la encarnación divina,
la redención y recreación gloriosa de todo cuanto existe. En los íntimos misterios de esta divina voluntad, la determinación
misma de hacerse hombre tenía que ver con el inconmensurable amor que prodigaba a María, en la que encerraba todos los tesoros
de la creación que entregaría a su Segunda Persona desde el momento de su encarnación,
la redención, hasta la Jerusalem Celeste.
Ya en
curso, la determinación divina de hacerse hombre fue la prueba de fidelidad para los ángeles,
y muchos encabezados por Satanás no aceptaron y se rebelaron, por lo que fueron precipitados al infierno. Querían que en lugar de que Dios se hiciera hombre, asumiera la naturaleza angélica --se enangelizara--
porque consideraban al hombre como a una creatura baja y miserable, indigna de convertirse en dios por participación.
La naturaleza
angélica fue sometida a la prueba de la divina voluntad, consistente en que Dios crearía a una creatura tan agraciada y tan
parecida a Dios Padre –“hagamos al hombre a Nuestra Imagen y Semejanza”--, que ejercería como creatura con
todo el poder de Dios por participación, la función de la primera persona de su Santísima Trinidad, Dios Padre, de engendrar a Dios mismo en su segunda persona, para revestirlo de una nueva persona en la
que la creatura y el creador serían un mismo ser, con dos naturalezas.
No se
equivocaban los ángeles. Ello significaba que una creatura singular en Gracia, tendría la dignidad del Padre por participación,
al ejercer el oficio de engendrar a la persona que reuniría a la creatura y al creador. Unos adquirieron la perfección de
su naturaleza al amar esta voluntad divina. Otros fueron expulsados por rebeldes.
No tanto
el regir al universo que tendría la dignidad del hombre, sino el que un día Dios mismo pudiera decirse con todo el amor y
delicada predilección y con toda verdad “el Hijo del Hombre”, fue la voluntad divina que los demonios no quisieron
aceptar –y que imitan quienes no quieren ser salvados por Cristo-- y a
quien no quisieron servir primero fue a esa creatura singular tan agraciada que sería llamada la Madre de Dios, cuya identidad
les estuvo vedada y cuyo imperio los humilla y pulveriza.
Este
modelo de María estaba reservado para todos los hombres, el engendrar por la Gracia –regalo de Dios—a Dios Hijo
con la vida de cada uno, y adquirir de esa manera, la divinidad, para ser hermanos de Cristo y poder llamar Padre a Dios.
Perdido
y lleno de envidia el demonio tentó en el paraíso terrenal a nuestros primeros padres para que desobedecieran a Dios, con
lo que pensaba echar a perder los maravillosos planes que El tenía para nosotros. Sin embargo,
en su incomprensible amor eterno y conforme a su eterna providencia, ya había determinado que aparte de hacerse hombre,
también sería redentor y en un acto más grandioso que la misma creación, recrearía al hombre y a todo el universo, y lo haría
de la forma más simple y maravillosa que su sabiduría quería regalar en superabundancia de amor a los hombres: a través de
María. Así, aquella que ya estaba coronada como Madre de Dios, Templo y Trono de la Sabiduría, Hija de Dios Padre y Esposa
del Espíritu Santo, tendría de forma inherente a su naturaleza la gloria de ser Corredentora con Cristo.
En la
regeneración, Cristo nos ha salvado con su vida, pasión, muerte y resurrección, y nos ha enseñado el camino que conduce a
El para llegar al Padre. Falta que hagamos nuestra parte y ser perfectos con este trabajo.
Una
vez que hagamos nuestros los mandamientos de la Ley de Dios y los sacramentos, hay varias rutas que dan curso a la Gracia
Santificante y que nos propone la Iglesia para llegar seguros a la santidad:
las reglas de vida de los santos, sus consejos, su imitación, etc.
No para
minimizar la importancia de estos caminos, sino para coronarla, la Santísima Virgen enseñó un camino en el Nuevo Mundo, el
cual sería conocido y cobraría significado y relevancia especialmente hacia los
hechos escatológicos de nuestros días.
Ello
ocurrió cuando la Virgen de Guadalupe, que apareció encinta en el ayate de San Juan Diego en México, pidió que los hombres
acudieran en todas sus necesidades a Ella y que le construyeran un templo. Con estas disposiciones, habrá de dar a luz a una
simiente de hijos que tienen la imagen de Cristo y revisten su imagen virginal.
Este
camino que nos ha mostrado es el más directo y sencillo de todos para adquirir su imagen virginal y con ella la imagen de
Cristo y la perfección cristiana: al subir un cerrillo, el del Tepeyac y hacer el oficio de San Juan Diego.
Es necesario
aprender de Ella y cumplir lo que nos manda, como lo hizo el santo, para que Ella imprima en nuestra alma a su perfecta imagen
y siendo Ella quien más perfectamente imitó a Cristo Nuestro Señor, imprimirá en ese mismo acto a la imagen de Cristo en nosotros,
con la que seremos reconocidos por el Padre Eterno, dado que lo estaremos adorando en espíritu y en verdad, como El quiere
ser amado.
Con
esta forma de vida seremos la materia perfecta que Ella quiere para construir su templo, que es el templo de Dios en nosotros.
Este templo es el que será medido con esa caña con la que San Juan midió al Templo en el Capítulo 11 de la Revelación: “luego
me fue dada una caña de medir, parecida a una vara diciéndome: Levántate y mide el Santuario de Dios y el altar, y a los que
adoran en él”. Esa caña con la que se nos medirá son las 7 prácticas de vida que nos hacen formar parte del templo y
con las que adquiriremos la imagen de María –con las que subiremos el cerrillo-- y con la de Ella la de Cristo: Pobreza,
obediencia, castidad, estabilidad, conversión de costumbres, esclavitud a María y ofrecimiento de Víctima de Amor, que se
nos han enseñado en todo camino de perfección cristiana desde Adán y Eva, Abraham, Moisés y los profetas, hasta la encarnación
de Cristo y la fundación de la Iglesia y prevalecerán hasta su triunfo. Con esta forma de vida escalaremos las virtudes
de María, que son las virtudes teologales de Fe, Esperanza y Caridad, y las virtudes capitales de humildad, generosidad, castidad,
paciencia, templanza, caridad y diligencia.
Con
la canonización de Juan Diego, el Papa Juan Pablo II ha presenciado, al igual que el obispo Fray Juan de Zumarraga, como la
imagen de María está impresa no sólo en el ayate, sino que en ese acto también estaba impresa en su alma y que la Virgen Santísima
quiere que todos los hombres imitemos a Juan Diego –el más pequeño de sus Hijos-- para que como él, recibamos su imagen
en nuestras almas, con lo cual cumpliremos su voluntad de construir el templo que quiere y que nos recordó a través de uno
de sus más grandes santos, San Luis de Montfort. Esto es, edificar el templo de Dios en nosotros, para que podamos ser medidos
con la vara que se entregó a San Juan.
Estas
son las alas del águila que en La Revelación le son dadas a la mujer encinta –la Iglesia- que está por dar a luz, para
que se refugie en el desierto, --que es figura de las 7 prácticas de vida que nos enseñaron los padres que en este habitaron
y donde les fue dado ser portadores del Espíritu Santo--, donde comerá de los frutos del Espíritu Santo con los que será alimentada el tiempo señalado. Allí, nutrida con los manjares del desierto, dará a
luz a estos hijos nuevos, a este templo semejante a Ella. Allí adquirirá esta construcción las proporciones del templo medido
por San Juan.
A continuación
se explica como han sucedido estos hechos, a ti, quienquiera que seas, que, si quieres, puedes elegir renunciar a tu voluntad
y tomar las ilustres y heroicas armas de la obediencia, para militar bajo Cristo, Señor y Verdadero Rey, cuyo yugo es suave
y cuya carga es ligera, para progresar en la vida divina y dilatado el corazón, correr con una dulzura de amor indecible por
el camino de los mandatos de Dios, como nos invitan los santos.